Si con todo su cuerpo (bueno, casi todo)
embadurnado de una grasa, como la varilla de medir el nivel de aceite de su
coche, aunque supuestamente protectora y
manifiestamente cara, usted se dispone a llevar a almorzar a su familia a un
chiringuito playero, modestamente le recomiendo que tome alguna de las
precauciones que le sugiero.
Los fines de semana, si prefiere
compartir su metro cuadrado de arena con los domingueros, mejor es que almuerce
de bocadillos, aunque sean de esos en los que la fina lonchita de entocinado
jamón de bodega se asoma como si nos hiciera burla por haber pagado tanto por
él. Procure no cenar los sábados en terrazas ni chiringuitos, pues o no hallará
mesa, o la multitud hambrienta desbordará la febril actividad del novato
camarero. Piense que la cena es como un zapato viejo: que cuando hay poco
dinero, se arregla con unas tapas y… andando.
Si al almorzar en chiringuito se
encuentra con que al comer coquinas masca arena, no se le ocurra sospechar que
hayan sido deficientemente lavadas, pues lo más probable es que una súbita
racha de viento las haya enarenado. Considere que si el noventa por ciento del
pescado es agua, que es su hábitat, no es extraño que el setenta por ciento de
la coquina sea arena, que también es su hábitat.
Aunque el abridor de botellas de corona
sueña con ser calzador, no estaría de más que se echase uno al bolsillo; sí, de
esos que llaman republicanos porque abaten coronas. Y uno de esos sacacorchos
que están inspirados en los cuernos de un carnero; esos que denigramos como de
“colmillo retorcido”, pese a lo inocentes que son, pues solo son tirabuzones de
muñecas fabricadas con piezas de un mecano.
En todo chiringuito que bien se precie le
ofrecerán unos calamares fritos que parecen argollas para colgar cortinas. Si
no parecen de caucho y están blanduchos, pueden confundirse con los churros mal
llamados de patata, que también sirven para pasarlos por la barra de colgar cortinas.
Sé de uno a quien le sirvieron un filete
de pez espada a la plancha tan blanco, tan rectangular y, sobre todo, tan fino,
que creyó que era la factura. La factura, sí, ese papelito que a veces nos
corta la digestión, del susto.
Recuerde que lo primero que debe aprender
un activo camarero chiringuitero es a decir “De eso no nos queda, caballero”.
Piense que hay facturas tan confusas, con tantos casilleros que nos recuerdan a
los boletos de quinielas, y así no podrá usted averiguar, por falta de tiempo,
en qué casillero le han metido la estocada. No se le ocurra pedir sopa de
tortuga, porque como son tan lentas, pueden tardar mucho en llegar a la mesa.
Todos los clientes deberíamos recordar a
ciertos chiringuiteros la prohibición de servir cigalas cojas; que hay fuentes
de cigalas que parecen salas de recuperación de enfermos con piernas amputadas.
Que no deben servir la sopa de pescado con mosca náufraga, ni taza de café
manchada en su borde de lápiz de labios. En fin, buen provecho, buena siesta y
buena recuperación de cartera.