Fino, transparente, haciendo traslúcido el aire, límpido el cielo, ha llegado el Otoño a la ciudad. Se fue el pegajoso y húmedo setiembre y ha entrado el Otoño, como un caballero distante, desconocido, amable, reservado, algo frío a veces, aunque otras sabe atemperar sus maneras con una calidez agradable que, de cualquier modo, no excede las más estrictas formas. Si a primera hora de la mañana su saludo puede ser gélido, no nos lo tomemos a mal. Es su manera de ser. Luego, a lo largo del día, después del debido trato, nos daremos cuenta de que su temperatura parece hecha a nuestra medida. Áureo y suave caballero del sur, caballero que viene a decirnos que paseemos con tranquilo gozo en las horas soleadas y que, a la noche, nos sentemos con un libro en nuestra butaca favorita. Debe tener la barba plateada, el cabello entrecano y la voz susurradora, un poco ronca, como el quejido de las hojas mecidas por el viento. Debe tener buena y delgada figura y mediana edad y ser algo mago, capaz de hacernos ver luces diferentes a cada hora del día.
Siempre deseé recordar las conversaciones que tuve con él cuando niño, cuando era capaz de oír aquello que me decía el viento y el golpeteo de la lluvia en los cristales y de bien interpretar esos decires. Y como sé que todo aquello que deseamos con fuerza termina cumpliéndose mientras dura la vida, he esperado durante años con anhelo su visita. La otra noche, ya en la cama arrebujado en una manta ligera, me quedé dormido leyendo. Leía un libro del Canciller don Pero López de Ayala, y con él entraba y salía por los Reales Alcázares de Sevilla cuando allí vivía don Pedro el Cruel, que otros llaman el Justiciero. Y a esa hora sería cuando recibí la visita del Otoño.
Supe desde el primer momento que era él quien llamaba cortés y levemente con los nudillos a la puerta, y por eso no experimenté sorpresa alguna, sólo curiosidad. ¿Permanecería aún encendida la lámpara de la mesilla de noche? Es raro que no recuerde ese detalle. Sí me acuerdo que dije, no sé si desde el sueño o desde la vigilia. –Adelante. Puedes pasar.
Abrió la puerta del dormitorio y se silueteó en ella su figura. Al tiempo, una lenta pesadumbre invadía la habitación, como si gimiera el genio de la tierra, recostado allá en su lecho de montañas. Y junto con esa pesadumbre entró también un hálito de viento fresco, de esos que restauran fuerzas y dan vida. Era, en efecto, un caballero delgado, recio y de mediana edad, y su vestimenta sería difícil de describir a causa de sus fluctuantes reflejos. No resultaba alto aunque sí bien proporcionado. Y cuando habló, su voz, sosegada, profunda y ronca, parecía llevar consigo el estertor y la soledad del mundo. Sin embargo, al hablar sonrió con una sonrisa grata y grave.
–Bien. Aquí estoy. Lamento que este reencuentro, después de tantos años, no pueda durar mucho. Pero yo soy un solitario, al que únicamente a los niños a veces les es dado ver. Me gusta la soledad y sólo en ella siento, si no disfrute, al menos calma. Mi reino es el reino de los bosques y en ellos yerro al azar desde el principio de los siglos. Allí mis pies hollan una alfombra de hojas, y allí estoy lejos de las ruidosas y parlanchinas ciudades. ¿No te has dado cuenta que mi paso por las ciudades es más ligero que por las campiñas? He dejado abajo mi perro, mi única compañía. Mi perro se llama “Postrero” y aparece o desaparece. Su pelaje está siempre húmedo, como mi barba. Cuando corre toma la forma de una rápida neblina, y al extenderse a mis pies la de un oscuro crepúsculo. A media mañana es dorado, y se refleja con el sol. Aúlla como la tempestad cuando no me encuentro cerca de él. Necesita mi mano que lo acaricia y yo necesito de su fidelidad y de su nobleza. ¿Recuerdas ahora cuando me viste de niño, en una tarde ventosa? Iba yo con mi perro y nadie había en los jardines de los Reales Alcázares de Sevilla. Entonces apareciste tú acompañado de tu niñera. Yo paseaba por entre el arbolado. La niñera nunca me vio, pero tú sí, y te acercaste. Quisiste jugar con mi perro y él jugueteó unos minutos contigo. Luego, confiado, me dijiste: “Yo, de mayor, quiero ser escritor”. Tenías un flequillo rebelde, pecas en la nariz y sonreíste hasta las orejas al contarme tu secreto.
–“Bueno. Entonces me parece que en cierto modo somos amigos, y que nos veremos otra vez”. Ésa vez ya ha llegado, porque intentaste escribir lo mejor que supiste y has terminado ya el Otoño de tu vida. Adiós. No me gusta hablar demasiado. Mi perro me espera. A los dos nos esperan ya en la mansión del viento. Queda lejos y allí debemos de estar antes del brumoso enero.
Y por última vez, como despedida, volví a ver su grata y grave sonrisa.
Fernando Ortiz