Esta larga jornada urbana, cuyas imágenes acabo de pasar página a pagina, confirma una vieja sospecha. Pese a la modernidad, al tren, al aeropuerto, a los comercios de vanguardia, a todo lo que ustedes quieran, Sevilla sigue siendo, esencialmente, la ciudad antigua, al estilo de las viejas ciudades renacentistas italianas: vuelta hacia dentro, o mas bien vertida en sí misma, nutriéndose a diario de su carácter, de su paisaje íntimo e irrepetible. Endógama y generosa egoísta, valga la expresión, por suerte para sí misma y para quienes la aman tal y como es. Impenetrable para quienes no logran cruzar los infinitos arcos de control, fronteras, aduanas, requisitos no establecidos en ninguna parte, pero siempre en vigor, que esta ciudad opone al extraño.
En realidad, Sevilla es la ciudad mas equívocamente abierta del mundo, y salvo que haya con las visitas confianza de toda la vida, éstas nunca pasan mas allá del saloncito de recibir. Que es espléndido, por otra parte. Y acogedor. Pero ahí se quedan. Las visitas, como se las ha llamado de toda la vida. Consoladas, eso sí, por la compasiva simpatía de una ciudad donde la caridad con los desgraciados es, desde hace siglos, más regla social que virtud cristiana. A fin de cuentas, como el sevillano procura dejar claro de vez en cuando con tacto y misericordia, pisar Sevilla sin haber nacido en ella es una desgracia como otra cualquiera.
No podía ser de otra forma, y basta un vistazo a estas imágenes para comprobarlo. Cuando uno se fija bien, confirma que durante sus espléndidas 24 horas, esta ciudad no tiene otro paisaje que ella misma. Igual de día que de noche, el sevillano, por mucho que deambule de un lugar a otro, que se asome a cualquier punto de la geografía urbana, sólo ve Sevilla. La ve hasta en los chinos que venden claveles de plástico, en los mendigos durmiendo bajo el pórtico de la Maestranza, en los japoneses que caminan bajo el sol, a punto de caramelo para caer deshidratados a los pocos pasos. Si lo exterior no tiene que ver con Sevilla, apaga y vámonos. No existe. Y como mucho, cuando en mitad de esa introspección continua al sevillano se le ocurre alzar los ojos, lo que ve son espadañas de conventos y la Giralda. Tela. No hay horizonte, ni otros caminos que los convergentes. El atasco de la bajada del Aljarafe interesa y se comenta porque es gente que viene a Sevilla. El aeropuerto, Santa Justa, las estaciones de autobuses, no comunican Sevilla con el resto de España, sino que son los lugares por los que el resto de España, y el mundo en general, tiene la suerte de poder asomarse a Sevilla. A ver por qué se creen ustedes que han metido esas fotos del AVE y el aeropuerto y los autobuses en este libro. A ver.
En cuanto a la modernidad, Sevilla cambia, por supuesto. Las fotos que acabamos de ver muestran múltiples aspectos de una ciudad ajena al lugar común y a lo de siempre. O mas bien añadida, o complementaria, o paralela, debíamos decir, sin que por eso desaparezca lo otro. Faltaría mas. Mientras las fichas de dominó siguen golpeando en la mesa con chasquidos idénticos a los de hace cien años o el imaginero talla su imagen con la paciencia y el arte de toda la vida, los cambios se producen bajo la piel, porque el mundo continúa su camino. Tarde o temprano las cosas afloran a la superficie. Cambian. La señora que acude cada mañana a la plaza lleva ahora un teléfono móvil en el bolso, en el aula de la Universidad, en la biblioteca y en el museo hay chicos que sueñan con cambiar su ciudad y el mundo, las librerías renuevan sus estantes, el cibercafé extiende sus redes invisibles por el universo, y las peripatéticas de la Alameda llevan, posiblemente, implantes de silicona en el lugar adecuado. Por los puentes entre pasado, presente y futuro, Sevilla circula como todo el mundo. Con normalidad, claro. Faltaría mas. Cada cosa es cada cosa. Pero a su ritmo. Tampoco se engañen ustedes. La grúa que se ve en la foto de la Giralda no está allí para cambiar el panorama, sino para que este siga siendo el mismo. En Sevilla, cada cosa también es cada cosa. Pero ojo. En Sevilla.
Por tenerlo todo dentro, como dice mi compadre Juan Eslava Galán, Sevilla tiene hasta sus propios contrarios, en esa dualidad que tanto impresiona cuando uno reflexiona sobre ella. Dos ciudades, una a cada lado del río. Dos vírgenes. Dos cristos. Dos equipos de fútbol. Hasta para las confrontaciones, como ven, la ciudad se basta y se sobra sola. Ella y su circunstancia, o sea, ella y ella. Mejor con mayúscula: Ella. Y es curioso que buena parte de las conversaciones que el oído atento sorprende por la calle, en el bar, en la cafetería, giren en torno a esa confrontación interna: la Semana Santa, la misa en tal o cual iglesia, la cuestión de este o aquel barrio, el fútbol. Sobre todo éste ultimo: Betis y Sevilla. Y eso de las confrontaciones no es en absoluto anecdótico. Para muchos sevillanos constituye el motor imprescindible que logra la cuadratura local del círculo. Un motor para seguir estando inmóvil. Que agota el debate en sí mismo. En familia. Entre su propia gente. En el discurso interno autosuficiente que caracteriza la vida en la cuidad, cualquier prestigio, cualquier confirmación, cualquier certificado de existencia, se apoya en la pertenencia a algo enfrentado a otro algo: cofradía, hermandad, equipo. Etcétera. Si uno cumple con Sevilla sosteniendo la parte de la ciudad que le toca en el reparto de la vida que le correspondió al nacer (aquí todo esta predeterminado, o casi, desde que se nace sevillano), uno salva su alma. Su esencia. Luego de discutir con el opuesto de uno mismo, entre iguales, el sevillano puede mostrarse ignorante e insolidario con el resto del planeta, que no pasa nada. A fin de cuentas, en palabras de aquel torero famoso, es Sevilla la que está donde tiene que estar. Lo demás pilla muy lejos.
Autosuficiente, ojo, hasta en la manera de ganarse la vida. Que es, más que un arte, una ciencia sevillana. No se dejen engañar por eso del turismo. Ni hablar. Los guiris son el plus. Sevilla vive de sí misma. Cuando recorres sus calles y te sientas en una terraza a observar la fauna y la flora, siempre llegas con Antonio Burgos a la conclusión de que en esta ciudad muchísima gente vive de cosas de las que seria imposible vivir en otra parte. Y así, uno se pregunta a veces, muy en serio, de qué diablos viven los sevillanos. Que alguien me lo explique, si puede. Oficios que en otras ciudades no darían ni para comprarse el periódico, aquí son casi rentables. O sin el casi. Y respetados. Vendedores de lotería, limpiabotas, gorrillas, albañiles a los que nunca ves poner un ladrillo, quiosqueros, pequeños comerciantes, zapateros remendones, bordadoras, artesanos de oficios extinguidos en otras ciudades. En las fotos de este libro aparecen por aquí y por allá, como secundarios o protagonistas, unos cuantos de ellos. Nadie se busca la vida en una ciudad como un sevillano en la suya. Como esos tipos maduros, trajeados y con zapatos gastados, que entran en los bares, charlan dignamente con clientes a los que parecen conocer de toda la vida, y les venden desde un mechero a un cigarro habano antes de ir al bar de al lado con la calderilla sonándole en el bolsillo. Gente así. El sevillano cuida esas especies rara amenazadas de extinción con especial ternura, de forma casi inconsciente, porque son suyas. Porque intuye que sin todo eso, también la ciudad dejaria de existir. Sevilla constituye la variopinta reserva ecológica de sí misma.
Y en fin. Observando las fotografías que acabamos de ver me preguntaba qué llegaría a ser esta bellísima ciudad si pensara más en sus propios museos y bibliotecas y dejara de narcisear satisfecha, ensimismada en su barroco reflejo. Si se volviera abierta al mundo, lúcida e inteligente, con la cultura como estandarte. Me refiero a la cultura con mayúscula, naturalmente. La de verdad. La que va mas allá de los límites y los barrios y las fronteras, las espadañas y sus correspondientes retablos, la Giralda, la tapa en el bar Tal o Cual, las cofradías de Semana Santa, el carnet de este o aquel equipo de fútbol. Pero esa sería otra Sevilla, claro. Y este sería otro libro.
'Sevilla, 24 horas', 5 de julio de 2004 (Premio Romero Murube de ABC, 2004)
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