Un estudiante algo
desubicado deambula por los pasillos de la antigua Fábrica de Tabacos de
Sevilla, hace años convertida en universidad. Un edificio colosal que compacta su
suelo marmolado y pulcro con estatuas clásicas, patios con fuentes, y muchos,
muchos, y muchas estudiantes cuya bulla hacen que el ambiente sea una mezcla
entre templo respetuoso y ruidosa juventud a la caza de su futuro, a veces sin
ser muy conscientes de ello.
Aulas con encanto vienen a la
memoria, de esas en forma de gradas a imagen de las películas americanas. ¡Cómo
imponían esas clases cuando tocaba exponer frente al grupo! Por suerte, eso no
ocurría muy a menudo.
Ese estudiante era un
servidor y ahora recuerdo cómo bajo esos muros fui conociendo a compañeros,
algunos de los cuales siguen siendo mis amigos y, cómo no, profesores y
profesoras que de alguna manera marcaron una etapa tan crítica de la vida, unos
con más pena y gloria que otros.
De entre ellos, uno de los
que sale a relucir a menudo cuando coincido con esos amigos de los que hablo es
sin duda el nombre de Rafael de Cózar.
Esperando en la puerta de la
clase, llegaba primero su manojo de llaves, después él. Lo acompañaba colgando
de su cinturón un batiburrillo de abrepuertas que iban saltando a la vez que
sus pasos sorteaban los interminables pasillos de la facultad. El todo que
formaban sus patillas y bigote peculiares le hacían caer bien sin duda. Diría
que era uno de los preferidos entre la masa estudiantil, sobre todo cuando
abría la boca y empezaba a transmitir con esa visión tan característica y
singular de la literatura, que era lo que yo estudiaba allí. Experto sobre
todos los temas en vanguardia, sus estudios sobre poesía e imagen han obtenido
el aplauso de críticos y entendidos en la materia. De él escuché por primera
vez hablar de los poemas visuales, los caligramas de Apollinaire o los
manifiestos surrealistas de André Breton y Salvador Dalí. Apasionado de
Bécquer, de su teoría de la creación amorosa más que de sus poemas, conectaba
sin contratiempos romanticismo, realismo y vanguardias, bailando entre los
límites de literatura y pintura para crear un collage literario o una pintura textual según viniese al caso.
Y el caso es que son tiempos
de friolera. Aprovechamos para traer uno de sus poemas.
Hace frío esta tarde, hace
frío
y el polvo comienza a
amontonarse
como una húmeda piel sobre
mi cuarto.
Me levanto y en un verso
apago el cigarrillo,
escucho como pican los
recuerdos,
golondrinas de mi miedo son
sus gritos,
la espera de una llave que
no canta
o los pasos que se pasan, o
no llegan,
esta puerta de cinabrio en
mi castillo.
Sus ropas, sin estar, están
aún
calentando con su cuerpo
cada estancia,
sus ropas y mis pocas…
… es la manta el último
lugar donde llorar,
mi armario en un bolsillo
y en el pecho
el baúl donde guardo cada
hora,
mi nuestra compartida
soledad…
Que tú tal vez estás desnuda
igual de triste
con otro igual de triste qe
te adora…
Mi hora ya ha llegado, la
transpiro,
te respiro y te recuerdo,
solo queda
que en aquella transparencia
de tu cuerpo
hace frío,
hace frío esta noche,
hace frío.
(Hace frío, Los huecos de la memoria, Rafael de Cózar)
Impartía una asignatura
llamada Literatura III, que se correspondía con la literatura española de los
siglos XIX y XX. Enseñaba tanto Romanticismo, como Modernismo, literatura fin
de siglo, y, cómo no, sus adoradas Vanguardias. Aparte de profesor, era pintor,
y poeta. Además, como él mismo confesaría en la introducción de su libro de
poemas Los huecos de la memoria, sus
versos son más reconocidos que conocidos. Y es que Cózar, Fito para sus amigos,
ha sido premiado tanto en su creación crítica como novelística y poética.
Cuando tocaba, no sé si por
pura casualidad, que empezara a explicar la obra de Camilo José Cela, su clase
comenzó de la siguiente manera: “Camilo José Cela nació el 11 de mayo de 1916 y
ha muerto a las 8:00 de la mañana del día de hoy”. Era el 17 de enero de 2002. Dicho
esto prosiguió hablando de La familia de
Pascual Duarte, que era una de las obras incluidas en el programa.
Sus alumnos recordamos con
frecuencia una historia que él solía contar, y que ejemplifica su manera de
explicar y entender la literatura. Desafiando a mi memoria, intentaré
rescatarla tal y como él la contaba, sin muchas esperanzas de conseguirlo:
“Resulta que había unos gitanos que tenían un tigre en su patio de vecinos de las 3.000 viviendas (uno de los barrios más desfavorecidos de Sevilla). Muchos pensaban que era una locura pero como el tigre era del patriarca no se atrevían a decir nada y hacían como que no pasaba nada. El tigre fue creciendo y creciendo y cada vez pasaba menos desapercibido. A veces se escapaba correteando, aunque siempre volvía. El caso es que empezó a extenderse por el barrio la noticia de que en aquel barrio de vecinos tenían un tigre suelto. Ya era poco menos que un tigre adulto cuando llegó a oídos de sociedades protectoras de animales, que empezaron a hacer presión. Algunas voces se atrevían ya a mencionar el tema al patriarca y le intentaban hacer ver que podía causar cierto conflicto si pasaba algo con el tigre. En esto el patriarca dijo: “Al tigre nos lo vamos a comer este domingo en caldereta”. Rafael de Cózar, nuestro profesor, proseguía narrando: “Y los gitanos se comieron al tigre en caldereta.” Para, por fin, terminar haciendo la siguiente afirmación: “Pues eso, señores, es el surrealismo”.
Amigo íntimo de Juan Eslava
Galán y Arturo Pérez Reverte (éste último lo convertiría en personaje de una de
las entregas del Capitán Alatriste), era asiduo a las tertulias televisivas y
radiofónicas dirigidas por Jesús Vigorra. Recuerdo un día que iba con mi padre
en el coche y tenía la radio sintonizada en Canal Sur, como la mayoría de
nuestros padres. El caso es que escucho: “Rafael de Cózar” y todo orgulloso
lanzo un “Ese es mi profesor”. El programa iba de unos encuentros de música
africana y en el coloquio Jesús Vigorra comenta lo bien que están escuchando
una música tan placentera, a lo que responde mi entonces profesor: “Lo que nos
falta es un porrito”. Yo no pude más que mirar hacia abajo, hacerme el
despistado y decir para mis adentros: “Esto es el surrealismo”.
La anécdota del tigre fue
una de las más recordadas, cuando el pasado 13 de diciembre de 2014 nos despertó
la noticia de que Rafael de Cózar había fallecido la noche anterior en un
incendio en su casa de Bormujos. De la noticia se hicieron eco la mayoría de
las cadenas de televisión y se extendió como la pólvora a través de las redes
sociales. Aunque existen versiones contradictorias, al parecer bajó a la planta
inferior a despedir a su mujer, cuando advirtió que su santuario de libros y su
ordenador, con el que trabajaba en su próxima novela, se quemaban. No lo pensó
dos veces, y agarrando un extintor, subió a intentar sofocar el fuego, muriendo
ahogado por las llamas. Quedamos sobrecogidos por la noticia sus alumnos, y
sobre todo su familia. Su hija, su mujer, hermanos y sobrinos no podían creer
lo que había pasado. Él que había vivido para y de la literatura, moría ahora
por ella. Se comentó que en su entierro, donde acudieron personalidades de la
universidad y de la cultura sevillana y nacional, hubo una mezcla entre risas,
admiración, rabia y alabanza con las intervenciones de su sacerdote, al que
conoció en Bormujos, y quien recordó que el día en que se conocieron Rafael no
dudó en declararse “ateo por la gracia de Dios” y de su amigo Arturo Pérez
Reverte. Este último publicaría en su cuenta de twitter: “Ha muerto Fito Cózar.
Mi amigo, mi hermano. En 25 años nunca lo vi malhumorado. Una de las mejores
personas del mundo”.
No pasará mucho tiempo,
esperamos. Pronto los libros de historia de la literatura se harán eco de sus
versos, sus novelas, sus clases magistrales y su literaria muerte, que
maldecimos todos los que llegamos a conocerle.
Rafael de Cózar, un genio,
un romántico de vanguardia.
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