Te entreví bajo el velo de la niebla otoñal, odalisca de los sueños furtivos del serrallo. Te entreví de madrugada, cuando el manto de las nubes bajas escondía tus perfiles de vieja dama cansada y componía el gesto de adolescente pizpireta dispuesta a entregarse por primera vez. Te entreví en las calles desiertas, en las farolas encendidas como tachones de luz amarilla que impugnan el abrazo oscuro de la noche negra, en los autos que rodaban con sus faros potentes señalando con sus haces el camino de vuelta, en los grupos desperdigados que apuraban la madrugada Debiéndola directamente a tragos de los vasos sin fin, en la rotunda sombra jactanciosa asomada al río de pez. Te entreví en un beso ardiente y húmedo en medio de la calle, los dos enamorados parando el reloj a su alrededor, en los ojos distraídos de ella que seguían mis pasos por la acera sin sorpresa ni tampoco interés, acaso con un deje de desdén, nunca hastío, puede que aburrimiento. Un aburrimiento como si de repente todo el otoño se hubiera echado abajo de los almanaques y estuviera paseando por la calle Adriano frente a los escaparates de las tiendas que ya cerraron, los bares de trasnoche que todavía seguían abiertos y los portales silenciosos.
Te entreví de madrugada mientras la neblina caía con su leve muselina de plata sobre las azoteas, los puentes, los bancos ajados, los raíles del tranvía, las papeleras a medio vaciar, los bordillos argentinos, los escaparates desbaratados, las flores marchitas del balcón donde las golondrinas volvieron su nido a colgar, los camiones de basura insólitamente veloces, los termómetros a los que a esa hora nadie dedica ni siquiera una mirada, una cuadrilla de barrenderos a los que les pilla el relente de obsidiana. Allí estabas, como una novia que espera su día, amortajada de luna y vino, estrenando vestido blanco o, al menos, a mí me lo parecía. Te entreví curiosa e impertinente mientras cruzaba tus avenidas silenciosas, te entreví soñolienta de madrugada cuando el aire se agitaba bajo el peso de las nubéculas juguetonas a ras de suelo. Te entreví desnuda y fría como un cadáver de negrura exquisita por esas calles antiguas del barrio de Santa Cruz que componen el mejor viaje del mundo, según lord Hugh Thomas.
Jugabas a ser poseída cuando eres tú la dominante de este juego masoquista en que nos consumimos los dos. Te entretenías en dejar señuelos, pistas falsas para que nadie supiera de ti, disfrazándote de rato en rato divertida con la inconsciencia, revistiendo de modernidad, de locura o de lo que tocara entonces los achaques de la edad. Por eso me deleito con verte así, inerme y trémula de madrugada, delicadamente entregada a la primera neblina de otoño que borra toda memoria de lo que un día fuimos. Te entreví, Sevilla, y ya no estabas.
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