Las supersticiones e inercias educativas dificultan la introducción de cambios relevantes que modifiquen la entidad de las materias o el protagonismo del examen
Antonio Montero |
La superstición no solo es producto de una
creencia contraria a la razón, e incluso a la fe religiosa, sino de una fe
desmedida –en este caso no religiosa– que se tiene o se pone en algo. Constan,
así, supersticiones docentes tales como la existencia incontrovertible de un
“alumno medio”, que debe tomarse como referencia principal para la planificación
y el desarrollo de la enseñanza; o la inamovilidad del “programa” de las materias,
no siempre consonante con el currículo de las enseñanzas correspondientes a
esas materias y niveles de la escolaridad. A la vez, tres elementos
característicos de la organización y el funcionamiento de los centros están
afectados tanto por la superstición como por la resistencia al cambio: se trata
de la forma de agrupar a los alumnos, de distribuir el tiempo de la jornada
escolar, y de configurar los espacios para los procesos de enseñanza y de
aprendizaje. Si estos son aspectos organizativos, otros más didácticos (qué se
enseña, cómo se enseña, cómo se evalúa) también se ven afectados por la inercia
del sistema educativo: es el caso de la organización de los cursos a partir de
materias más bien estancas, generalmente impartidas por un único docente en
cada grupo; de la consideración de actividades y tareas didácticas no muy
próximas a la aplicación de conocimientos adquiridos significativamente, más
allá de la demostración momentánea de haberlos memorizado; y, sobre todo, del
concurso del examen o prueba escrita como instrumento preferente y casi
exclusivo para la evaluación del aprendizaje del alumnado.
Pues bien, en algunos centros que regentan los
jesuitas en Cataluña, así como en la revisión del currículo de las enseñanzas
adoptado en Finlandia, cuyo sistema educativo suele ser marco de referencia,
van a ponerse en marcha cambios e innovaciones relevantes que se las verán con
las supersticiones y las inercias. Una de las modificaciones mayores tiene que
ver con la atenuación del rango de las materias que se enseñan para organizar
el conocimiento. Y otra, pareja en alcance, es la disminución del valor de los
exámenes como instrumento de evaluación. Así como la versatilidad de los
espacios escolares, los tiempos de enseñanza y los agrupamientos de los
alumnos, a fin de que estos refuercen la motivación para el aprendizaje y
obtengan mejores logros educativos. Por poco que se profundice en la naturaleza
de estos cambios, podrá advertirse la necesidad de condiciones difícilmente
generalizables, ya que resultan propias de equipos docentes expresamente
formados y de una decidida apuesta institucional por el reto. Pero el carácter
digamos experimental de estas modificaciones y valor de sus efectos merecen
atención porque la organización escolar no puede quedar más cerca del siglo XIX
que de estos primerizos años del XXI.
A modo de muestra, una inercia escolar,
vinculada a la planificación administrativa de la enseñanza, agrupa en el mismo
nivel a todo el alumnado que nace en el mismo año natural. Por lo que, y esto
influye especialmente en la Educación Infantil, alumnos que nacen en enero y en
diciembre del mismo año están en el mismo curso, con casi un año de diferencia
en su edad y maduración. Y otros que nacen en diciembre de un año y en enero
del siguiente lo están en niveles distintos, con tan solo escasas semanas de
diferencia en su edad. Del mismo modo que se establece un número fijo de
alumnos por grupo, o que se asignan profesores en función de las materias y del
horario establecido para estas. Además de tales criterios de planificación
administrativa de la enseñanza, operan las conocidas como culturas
profesionales docentes, donde el individualismo caracteriza las formas de
ejercer. Luego modificar ámbitos tan afirmados es una empresa ardua y compleja.
Una cuestión principal, para tal propósito, es
la formación docente, tanto inicial como continua a lo largo del desempeño.
Porque al individualismo como cultura se une la materia como entidad de
desarrollo profesional (profesores de matemáticas, de lengua, de ciencias…). Y,
de resultas, la asimilación de la buena docencia con el mayor acervo y el
dominio de la materia que se enseña. Cuando se precisan docentes capacitados
con solvencia para enseñar en mucha mayor medida que expertos en disciplinas
académicas que no solo se cursaron de modo general sin intención docente, sino
cuyos estudios superiores no están concebidos con ese fin. Por lo que al
cuestionamiento de las supersticiones se responde con los anatemas: el conocimiento
aplicado, así, puede quedar proscrito al pensarse que lo sustantivo, conocer,
se devalúa con lo adjetivo, aplicar. Lo perecedero, memorizar, con lo
relevante, solucionar requerimientos y problemas complejos. Mucha razón será
precisa, entonces, para aminorar supersticiones y anatemas.
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