miércoles, 1 de octubre de 2014

Imagen de una Sevilla dorada. Enriqueta Vila Vilar*



La serie de leyendas que envuelven el nombre de la Torre del Oro y los escasos datos que sobre él existen hace que los historiadores no se pongan de acuerdo de donde le viene esa denominación a nuestro bello y emblemático monumento almohade. La mayoría piensa que se refiere a su cometido como depósito para albergar el oro que llegaba de América, pero las opiniones más documentadas se inclinan a que es simplemente la traducción de su nombre árabe que indicaba el reflejo dorado que arrojaba al río por su revestimiento de azulejos.  A la vista de la escasa verosimilitud de ambas hipótesis se me ocurre que en la actualidad se debería cerrar esta polémica con una realidad indiscutible: desde la terraza de la Torre del Oro se puede contemplar por la noche una ciudad dorada, totalmente dorada, lo que ya de por sí lo justifica. Una vista inédita que permite una panorámica de la ciudad cercana e inalcanzable a la vez, mucho más tangible que la amplísima y lejana de la Giralda, que últimamente han querido “democratizar”.

La otra noche tuve el privilegio de estar un rato en su terraza almenada invitada por la Fundación Nao Victoria para conmemorar la llegada a Sevilla de Juan Sebastián Elcano y los pocos hombres que lo acompañaban después de la proeza de dar la primera vuelta al mundo. Tras subir los empinados noventa y dos escalones de la Torre, amorosamente cuidada por la Armada,  pude contemplar la ciudad desde distintos ángulos, cada uno de los cuales hubiera sido imposible reproducir en ninguna postal. Creo que no hay otro encuadre en el que se pueda disfrutar de la belleza de la mole gótica de la Catedral y de la Giralda como una explosión de luz cegadora y espléndida; ni una vista de la torre de la Iglesia de Santa Ana, donde el albero de su pintura y el brillo de sus azulejos se confunden en un dorado indescriptible; ni una imagen del Puente de Triana en la que el marrón oscuro del hierro se convierte, por el reflejo luminoso del agua, en un oro viejo como el de los retablos barrocos; ni un río brillante en el que se vuelca la ciudad entera por un lado y otro de la Torre como si de un crucero mágico se tratara; ni una calle Betis que se contrae o se agranda según desde que almena la contemples…Un goce para los sentidos muy difícil de describir, que ofrece una imagen de Sevilla, no por irreal, menos bella.

Y mientras reflexionaba sobre nuestra realidad actual y el panorama deslumbrante que tenía ante los ojos, pensaba también,  probablemente influida por la conmemoración que se celebraba, que esa ciudad dorada existió una vez sin necesidad de luces: cuando la catedral se levantaba a la vista de los sevillanos y la plata de Indias permitía a sus propietarios labrarse en ella suntuosos enterramientos; cuando la Iglesia de Santa Ana, albergaba la rica cofradía de San Pedro Mártir en la que los armadores, maestres y cómitres rivalizaban en darle lustre; cuando del río, en lugar de embarcaciones que ahora llevan a los turistas hasta la  esclusa y poco más, podían zarpar navíos que cruzaban el Atlántico y volvían cargados de riquezas y cuando la calle Betis, en lugar de un sitio en el que se alinean un bar tras otro, estaba llena de marineros, carpinteros de ribera, toneleros, y hombres de mar que habían convertido a Triana en una ciudad pre-industrial. Una ciudad dorada por su actividad, su cosmopolitismo, su riqueza económica e intelectual

Una ciudad que perdimos como los cielos del querido Joaquín Romero Murube, y que de ser la más importante de Europa se ha convertido en una de las últimas de España. Pero los sevillanos somos responsables de la herencia histórica recibida y no podemos consentir que esa ciudad dorada que todavía es posible recrear por las noches desde un lugar estratégico, se apague del todo cuando las escasas reservas energéticas acaben con la imagen iluminada. Debemos volver la vista atrás para, entre todos, diseñar un futuro que si no puede ser dorado, al menos sea esperanzador y justo.


*De la Real Academia Sevillana de Buenas Letras

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