La luz del
otoño se encargará de afinar los rasgos de esta mujer que conserva lo mejor de
su hermosura en unos cuantos rincones de su cuerpo.
Sevilla se pone
guapa en primavera, cuando los ríos de la sangre la despiertan de ese invierno
de mentira que la obliga a refugiarse bajo las faldas de las mesas de camilla.
Sevilla se despereza cuando marzo la ronda por las esquinas como un amante
furtivo que quiere morder el primer fruto de la primavera. Entonces saca lo
mejor de su eterna adolescencia y nos provoca con los hombros desnudos donde se
posa la peligrosa levedad del azahar. Se ciñe los lunares de la gracia y nos
mira, con ese descaro que sólo ella se gasta, para matarnos por dentro en una
noche de luna afilada que desemboca en el rasguño azul del alba. Es la Sevilla
de la gracia y de la guasa. Un auténtico peligro…
Si Sevilla se
pone guapa en los abriles que nunca cumple porque el tiempo no pasa por ella,
en otoño se viste con las galas de la madurez para alcanzar el otro concepto,
el que la define por encima de todos los piropos y ripios: la belleza.
Parafraseando a André Breton podemos afirmar que Sevilla es bella o no será.
Sin ese dulce y amargo don de la belleza Sevilla es una ciudad vulgar,
ramplona, destinada a ocupar un apartamento donde habita el olvido. Si algo la
distingue del resto del mundo es precisamente esa belleza que saca a relucir en
estos días del otoño recién nacido, de este tiempo viejo y nuevo a la vez.
Sevilla vive el
otoño de su propia vida como ciudad, la decadencia que empezó a forjarse cuando
la Casa de la Contratación se mudó a Cádiz por culpa del río. Ahora, al cabo de
los años, el río sigue siendo un problema por el dragado que no llega, por los
sedimentos que se acumulan en su cauce tal como ocurre con la propia ciudad,
sedimentada sobre los siglos de su historia. Por eso es más auténtica esta
Sevilla otoñal, plácida en las tardes que le sirven al sol para tallar el
bajorrelieve de las fachadas —la ciudad es eso y poco más— con la gubia de la
luz declinante. Como dijo Borges para definir su ceguera, Sevilla en otoño es
una dulzura, un regreso.
La luz del
otoño se encargará de afinar los rasgos de esta mujer que conserva lo mejor de
su hermosura en unos cuantos rincones de su cuerpo. En la plaza del Cristo de
Burgos, por ejemplo. Es mediodía. El sol borra los perfiles de la piedra que
romanea en la fachada de San Pedro, y a la vez se filtra entre los árboles para
componer un cuadro de Renoir —¿o el suelo es de Monet?— que maravilla a quien
tenga ojos para verlo. Entonces Sevilla es machadiana en la versión de Manuel,
comulga con Montmartre y con la Macarena, y se deja pintar por los
impresionistas que le sacan los colores. Después, al atardecer, se abandona a
los matices del rosa y del malva que maquillan su rostro macerado por el
tiempo. Es la hora de los entreluces, el momento que le sirve para conquistar a
quien no tiene más remedio que caer rendido ante el reflejo azul de su belleza.
Publicado en ABC de Sevilla