“es mucho más difícil y más
heroico que dar la vida por las ideas, el procurar comprender las ideas de los
demás”.
En la hermosa Iglesia de Santa
María Magdalena, nada más cruzar el cancel, hay una lápida sepulcral, blanca y
cuadrada, sin identificación del cuerpo que cubre. Allí fue enterrado, en UN secreto
que inexplicablemente aún se mantiene, uno de los más ilustres sevillanos de su
época, vilmente asesinado por una turba de desalmados y supuestos patriotas.
Don Juan
Ignacio de Espinosa y Tello, III Conde del Águila, pertenecía a una noble
familia Sevillana de rancio abolengo y presencia permanente en el gobierno de
la Ciudad. Él mismo, cuando el 26 de
mayo de 1808 se produjo en Sevilla el levantamiento popular contra los
franceses llevaba 23 años ocupando cargo de Caballero Veinticuatro del gobierno
municipal. Su actuación como Procurador Mayor figura en lugar destacado de las
Actas Capitulares de este periodo, acreditando su buen hacer y su constante
empeño en velar por los intereses de Sevilla y en defender el orden y la
decencia en el funcionamiento de la cosa pública. Por su rectitud y honradez se
atrajo mortales antipatías de los interesados en mantener los abusos que trató
de reprimir, con tanto brío como insistencia. Se decía que el más enconado de
sus adversarios fue el Conde de Tilly, con quien había tenido en aquellos días
un choque personal.
Guichot relata que la misma mañana del 27 de mayo de
1808, “una turba furiosa de la peor gente sevillana, capitaneada por un oficial
retirado de apellido Saavedra se dirigió a las casas del Conde del Águila, a
quien acusaban de traidor, por haber alojado en ellas a un Ayudante de Murat
que vino a Sevilla con pliegos e instrucciones para las autoridades; y por
suponer que como Procurador Mayor había inclinado el ánimo de los demás Regidores,
a nombrar los Diputados que habían de representar a ésta Ciudad en la parodia
de Cortes convocada por Napoleón en Bayona”.
Al no
encontrar al Conde en su Casa, y alertados por alguien que les informó que pretendía
abandonar la Ciudad en carruaje, se dirigieron a la puerta de la Macarena donde
le alcanzaron, le sacaron por la fuerza del carruaje y, entre empujones,
insultos y gritos de “afrancesado”, le presentaron ante Francisco de Saavedra,
Presidente de la Junta Suprema, con la pretensión de que ordenara su inmediata
ejecución. Éste ordenó de momento su ingreso en la Cárcel de los Nobles,
situada en el Castillo de San Jorge, esperando ganar tiempo para que las iras
se aplacaran. Lejos de ello, en el traslado del Conde a la Cárcel, los insurrectos
se apoderaron de él y entre pedradas y bayonetazos le condujeron hasta el
castillo (puerta) de Triana, donde un fraile franciscano le absolvió y
seguidamente le dieron cruel muerte, colgando su cuerpo de la barandilla de un
balcón donde estuvo expuesto todo el día.
A las
doce de aquella noche, el Deán don Fabián de Miranda, Vocal de la Suprema,
acompañado de dos criados fieles, desató el cadáver de la barandilla del
castillo y lo llevó en un ataúd al Convento dominico de San Pablo (hoy
Parroquia de Santa María Magdalena) donde se le dio discreta sepultura. Y en su
tumba, colocada al trasponer el cancel, se puso una lápida, borrada por el
tiempo, con la siguiente inscripción: “Aquí
yace un hombre que pide a todo fiel cristiano/ que le encomienden a Dios”
R.I.P.A” (1)
Así terminó el Conde del Águila, bibliófilo,
culto y refinado, de cuya ejecutoria cultural y municipal, aparte de su labor
reflejada en las Actas Capitulares de Sevilla, quedó la prueba imperecedera de
que una de las Secciones más importantes del Archivo Municipal del Ayuntamiento
de Sevilla se titula “Papeles del Conde del Águila”, colección documental de
extraordinaria importancia para el conocimiento de la historia de Sevilla.
Tendría razón la reflexión del sabio médico don GREGORIO MARAÑÓN cuando,
en el prólogo de ese imprescindible estudio que Ramón Solís dedicó al “Cádiz de las Cortes”, dijo que en
España “es mucho más difícil y más
heroico que dar la vida por las ideas, el procurar comprender las ideas de los
demás”.
Así se escribía la historia… y así seguiría escribiéndose en este país
por los siglos de los siglos…
Pedro Sanchez Núñez
C. de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría.
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