La gran verdad de la Sevilla de hoy no es
que se nos vaya, como en una proclama manoseada de quien se limita a lanzar
quejíos de poesías y versos fáciles.
Sevilla es una ciudad aliada de los
eclipses, de la noche que vuelve pardos los gatos, de los contraluces, medias
luces y apagones. A esta ciudad le sientan mejor las luces indirectas, de
lámpara de pie, que las directas, de lámparas votivas que cuelgan del techo y
se mecen con las brisas. La Sevilla de hoy soporta mal los baños de luz, que
deja ver la piel de naranja de calles convertidas en abrevaderos, pero
administra bien los restos de su belleza idealizada cuando se enrosca en el
casquillo una bombilla de baja potencia. Los eclipses de luna maquillan la
ciudad, ofrecen de ella la versión idealizada que cada cual ha ido forjando en
el arcano de la memoria, y contribuyen a reforzar la gran verdad sobre Sevilla:
su belleza habita cada día más en una recreación virtual y no en una realidad
cuidada y mimada con criterio.
Sevilla está sentada en los veladores de
la memoria, cuyo bisturí extirpa la gangrena de la arquitectura de tanatorio,
siempre a la espera de una esperanza blanca que vaya más allá de las que salen
de terciopelo y oro en una noche cada año más encanallada. Sevilla vive feliz
en su mentira de postal, en su pasado exaltado, en sus ojos velados, en su
ignorancia defensiva, en su carácter indolente, en su particular submundo que
es en realidad su mundo cotidiano, en su olor a callejón trasero y frito
recalentado, en su comercio globalizado y despersonalizado, en sus arranques de
grandeza cada cien años, andanadas de ciudad mansa; en el usar y tirar con
crueldad a políticos como pañuelos de papel. Vive feliz al viajar en el tranvía
más corto del mundo, en el Metro que va por superficie, en el fuego cruzado de
confrontaciones políticas, en un aeropuerto sin tren pero con mafiosos al
volante y derecho a parada. Vive feliz en polémicas estériles de procesiones y
tiros largos, venteando el humo del puesto de castañas de proyectos imposibles,
oyendo el chuchú de trenes de la felicidad que nunca llegan a Santa Justa,
recibiendo turistas de bolso en banderola y paella precocinada, perdiendo las
horas, los días y las fuerzas en reformas de la carrera oficial, y soñando que
del bombo de la lotería del Estado salga el Gordo de una nueva exposición, un
nuevo sonajero agitado a conciencia, un nuevo señuelo que sirva para alimentar
la conciencia colectiva de vivir en una urbe universal.
A Sevilla le sientan los eclipses como un
traje a medida, proyectan la luz perfecta, de baja intensidad, que solo permite
intuir la silueta, la forma, los contornos, los perfiles, las fachadas. No está
la ciudad para mirarla cara a cara bajo lonas y al son de las corcheas, no
soporta un primer plano de su rostro cotidiano. Mejor intuirla en el sonido de
los cascos de un caballo, soñarla oliendo a jazmines, recrearla en la sombra
fresca del patio de una casa señorial, vivirla en el escaparate de sus fiestas
mayores, velar su sueño de dama revestida por la historia, abrigar su estado de
continua esperanza, acunar los destellos de belleza aún conservada y oficiar en
la intimidad el funeral civil de cada día por cada rincón adulterado, por cada
negocio centenario cerrado, por cada árbol sacrificado en el altar del
urbanismo duro, por cada interior de vivienda del XVII y XVIII derrumbado.
La gran verdad de la Sevilla de hoy no es
que se nos vaya, como en una proclama manoseada de quien se limita a lanzar
quejíos de poesías y versos fáciles. La gran verdad es que sobre una mentira
prefabricada se levanta la arquitectura de su definición más ajustada: la
ciudad eclipsada.
Publicado en el Diario de Sevilla, dentro
de la sección La Caja Negra
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