viernes, 9 de octubre de 2015

La ciudad eclipsada. Carlos Navarro Antolín



La gran verdad de la Sevilla de hoy no es que se nos vaya, como en una proclama manoseada de quien se limita a lanzar quejíos de poesías y versos fáciles.
 
Sevilla es una ciudad aliada de los eclipses, de la noche que vuelve pardos los gatos, de los contraluces, medias luces y apagones. A esta ciudad le sientan mejor las luces indirectas, de lámpara de pie, que las directas, de lámparas votivas que cuelgan del techo y se mecen con las brisas. La Sevilla de hoy soporta mal los baños de luz, que deja ver la piel de naranja de calles convertidas en abrevaderos, pero administra bien los restos de su belleza idealizada cuando se enrosca en el casquillo una bombilla de baja potencia. Los eclipses de luna maquillan la ciudad, ofrecen de ella la versión idealizada que cada cual ha ido forjando en el arcano de la memoria, y contribuyen a reforzar la gran verdad sobre Sevilla: su belleza habita cada día más en una recreación virtual y no en una realidad cuidada y mimada con criterio.

Sevilla está sentada en los veladores de la memoria, cuyo bisturí extirpa la gangrena de la arquitectura de tanatorio, siempre a la espera de una esperanza blanca que vaya más allá de las que salen de terciopelo y oro en una noche cada año más encanallada. Sevilla vive feliz en su mentira de postal, en su pasado exaltado, en sus ojos velados, en su ignorancia defensiva, en su carácter indolente, en su particular submundo que es en realidad su mundo cotidiano, en su olor a callejón trasero y frito recalentado, en su comercio globalizado y despersonalizado, en sus arranques de grandeza cada cien años, andanadas de ciudad mansa; en el usar y tirar con crueldad a políticos como pañuelos de papel. Vive feliz al viajar en el tranvía más corto del mundo, en el Metro que va por superficie, en el fuego cruzado de confrontaciones políticas, en un aeropuerto sin tren pero con mafiosos al volante y derecho a parada. Vive feliz en polémicas estériles de procesiones y tiros largos, venteando el humo del puesto de castañas de proyectos imposibles, oyendo el chuchú de trenes de la felicidad que nunca llegan a Santa Justa, recibiendo turistas de bolso en banderola y paella precocinada, perdiendo las horas, los días y las fuerzas en reformas de la carrera oficial, y soñando que del bombo de la lotería del Estado salga el Gordo de una nueva exposición, un nuevo sonajero agitado a conciencia, un nuevo señuelo que sirva para alimentar la conciencia colectiva de vivir en una urbe universal.

A Sevilla le sientan los eclipses como un traje a medida, proyectan la luz perfecta, de baja intensidad, que solo permite intuir la silueta, la forma, los contornos, los perfiles, las fachadas. No está la ciudad para mirarla cara a cara bajo lonas y al son de las corcheas, no soporta un primer plano de su rostro cotidiano. Mejor intuirla en el sonido de los cascos de un caballo, soñarla oliendo a jazmines, recrearla en la sombra fresca del patio de una casa señorial, vivirla en el escaparate de sus fiestas mayores, velar su sueño de dama revestida por la historia, abrigar su estado de continua esperanza, acunar los destellos de belleza aún conservada y oficiar en la intimidad el funeral civil de cada día por cada rincón adulterado, por cada negocio centenario cerrado, por cada árbol sacrificado en el altar del urbanismo duro, por cada interior de vivienda del XVII y XVIII derrumbado.

La gran verdad de la Sevilla de hoy no es que se nos vaya, como en una proclama manoseada de quien se limita a lanzar quejíos de poesías y versos fáciles. La gran verdad es que sobre una mentira prefabricada se levanta la arquitectura de su definición más ajustada: la ciudad eclipsada.

Publicado en el Diario de Sevilla, dentro de la sección La Caja Negra

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