Sevilla que, a
decir de Braudel, por espacio de dos siglos América fue su patrimonio, siempre
terminó en refugio y regalo de extranjeros.
Algo de lo que nunca, afortunadamente, hemos podido desprendernos.
Supongo que la mayoría de los sevillanos sentirán, como yo, una cierta indignación cuando quieren entrar en la catedral y se la encuentran llena de vallas que conducen las visitas turísticas y apenas dejan paso a la Capilla Real donde, a partir de cierta hora, se celebran los cultos. Pero una noticia en las páginas de huecograbado de este periódico, la restauración del mejor lienzo de Pedro de Campaña de la capilla conocida como la del Mariscal, me hizo reflexionar sobre el carácter de esta ciudad, a la que nada puede hacer cambiar. Su historia, su riquísima historia, se impone siempre en ella aunque cambien las formas. Y entiéndase bien que me estoy refiriendo a las formas, no a las reformas que en esas más vale no pensar.
Desde comienzos
del siglo XVI, dos hechos que pueden parecer concordantes pero que no lo son
tanto, van a marcar su personalidad para siempre: su cosmopolitismo y su
protagonismo en las relaciones con América. Sevilla y su puerto fue desde la Edad
Media una atracción para comerciantes europeos que se fueron instalando en
diferentes barrios. Atracción que aumentó, cuando el Mediterráneo se abrió al
Atlántico a través del Guadalquivir, y se desbordó cuando un Rey, nacido y
criado en Flandes, con mentalidad europea como fue Carlos V, se instaló en el
trono de España. Llegó rodeado de una corte de extranjeros de todo tipo:
cortesanos, banqueros o artistas, que imprimieron en el país un aire distinto,
muchos de los cuales se sintieron llamados por los negocios que se podían hacer
desde la capital más importante y rica del reino y que buscaron entre sus
habitantes los hombres más audaces.
La Capilla del
Mariscal es una de las mejores y más conocidas de la Catedral tanto por su
grandeza arquitectónica como por su magnífico retablo. Pero pocos deben saber
quien fue el Mariscal que se hizo construir ese majestuoso enterramiento Y ahí
nos encontramos con América, como cada vez que se profundiza en cualquier
rincón sevillano. El que recibió de Su Majestad en 1535 el título de Mariscal,
“como lo usan los mariscales de nuestros reinos de Castilla”, fue Contador de
la Isla de Santo Domingo a la que había llegado en 1507 como criado de un
genovés, Jerónimo Grimaldi, el primer extranjero en obtener el permiso para
comerciar con las nuevas islas. En ese momento, las posibilidades de
enriquecerse rápidamente eran posibles y Diego Caballero, que así se llamaba
nuestro hombre, no perdió el tiempo. Cautivó indios, se introdujo en el negocio
de las pesquerías de perlas de Cubagua consiguiendo ser el mayor empresario de
tal negocio de forma que, en 1521, la compañía trasatlántica más importante era
la de los hermanos Caballero, que en el ramo de las perlas estaba ubicada en
cuatro lugares: Santo Domingo, Sanlúcar de Barrameda, Sevilla y Cubagua. Comerció con telas,
esclavos, y aceite y vino de sus numerosas fincas, de manera que se convirtió
en el más grande mercader del reinado de Carlos V, con factorías en Cabo Verde,
Santo Domingo, Cabo de la Vela, Panamá, Nombre de Dios, Honduras, Popayán,
México, Perú y Flandes.
En 1535 decidió
volver a España, año que recibió su nombramiento de Mariscal, y, convertido en
un personaje, se instaló en Sevilla, su tierra natal, desde la que inició lo
que luego se convertiría en costumbre de los grandes cargadores a Indias:
intentar ennoblecerse. Para ello, uno de
los primeros pasos era encargarse un buen enterramiento. Y a fe que lo hizo.
Llegó a un acuerdo económico con los canónigos para establecer una capellanía
en el lugar más visible de la Catedral y se gastó una considerable fortuna en
su capilla que tuvo que enlosar, construir las bóvedas, reparar las vidrieras y
la cubierta y encargar el retablo.
¿A quién podía
encargar su retablo un hombre así? Al mejor pintor de Sevilla de esa época: un
flamenco llamado Pedro de Campaña, al que Pacheco no dudó en calificarlo como
el maestro de todos los pintores sevillanos del S. XVI. Pintó una Purificación
de la Virgen, que según los entendidos es su mejor obra, y los retratos de los
patronos, el Mariscal y su esposa, los cuales, como también era costumbre en
los de su clase, fundaron un mayorazgo con el que su hijo compró el señorío de
Espartinas y consiguió el marquesado de Casal. Este singular personaje ha sido
estudiado por otro extranjero un alemán con alma sevillana, discípulo de D.
Ramón Carande, Enrique Otte, que quiso donar su archivo y su Biblioteca a
Sevilla y ahora se encuentra perfectamente catalogada, digitalizada y abierta a
los investigadores gracias al mecenazgo del centro de Estudios Andaluces, de la
que existe un primer CD de sus documentos de Protocolos notariales editado por
la Fundación Buenas Letras.
Sevilla que, a
decir de Braudel, por espacio de dos siglos América fue su patrimonio, siempre
terminó en refugio y regalo de extranjeros.
Algo de lo que nunca, afortunadamente, hemos podido desprendernos. Pero
los tiempos cambian y ahora, que los
canónigos no desean “que los tomen por locos”, con el dinero que recaudan de
las visitas de los nuevos extranjeros que vienen a admirar la Catedral, pueden
restaurar los tesoros que están bajo su custodia y reparar los desperfectos con que el tiempo ha
ido dañando nuestra Iglesia Mayor. Dinero bien empleado, porque en esta pobre
Sevilla, degradada y desfigurada, seguimos viviendo gracias a sus tesoros y a
la fama exterior de su belleza y cosmopolitismo. Debemos, por tanto,
aguantarnos con las vallas.
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