Y es que cuando se trata de Sevilla,
siempre queda sacrificada la caballerosidad en aras de promulgar su
fascinación.
Fui voyeur
de Romero Murube con Sevilla. Un convidado de piedra que, gracias a sus
libros, presenciaba el temblor de una
piel nada fácil de sobrecoger. Pero él la conocía bien, sabía dónde tenía el
punto g. Y cómo besarla. Nadie como Joaquín Romero se llevó Sevilla hasta los
labios y al huerto del Alcázar. Por eso la contaba en su desmayo, lánguida de
fuentes y jardines. Dio con su secreto: la luz. Y se fue a publicarlo a los
cuatro vientos lo mismo que Dominguín buscó a sus amigos en cuanto cuajó la faena
con Ava.
Hay manías amatorias y querencias de la
sensualidad como para pensar que a Sevilla le gusta evocar en otro hombre los
placeres que le hizo sentir el primero. Y es otro Joaquín por el que ahora se
deja arrobar. Parece irle ese nombre para rendirse. Se acostumbró a decirlo, la
ensimismó escucharlo. Y es otro poeta
sin poemas, Joaquín Arbide, quien la desnuda y tiende en un lecho de flores,
quien la aventura a entregarse, quien la consigue en su sinceridad, hasta donde
más le duele.
Todas las grandes ciudades tienen algo de
mujeres que han pasado por muchas manos. Son las más sabias. Arbide juega ahora
su turno de llevar a Sevilla entre las suyas, de envolverla, de abrazarla, de
conseguirla sin resistencia en un gozo oculto de alcoba que acabará en boca de
todos. Porque aquel que se hace por fin con Sevilla, siempre termina como
Dominguín con Ava: ávido de que por todas las esquinas de cales y de brisas se
pregone la hazaña con la ciudad difícil. Y es que cuando se trata de Sevilla,
siempre queda sacrificada la caballerosidad en aras de promulgar su
fascinación. Hace años que la leí en los labios de Joaquín Romero. Ahora lo
hago en la prosa de tacto de Joaquín Arbide, que la tiene en sus manos.
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