martes, 3 de noviembre de 2015

De sus labios a tus manos. José María Fuertes



 Y es que cuando se trata de Sevilla, siempre queda sacrificada la caballerosidad en aras de promulgar su fascinación.

Fui voyeur de Romero Murube con Sevilla. Un convidado de piedra que, gracias a sus libros,  presenciaba el temblor de una piel nada fácil de sobrecoger. Pero él la conocía bien, sabía dónde tenía el punto g. Y cómo besarla. Nadie como Joaquín Romero se llevó Sevilla hasta los labios y al huerto del Alcázar. Por eso la contaba en su desmayo, lánguida de fuentes y jardines. Dio con su secreto: la luz. Y se fue a publicarlo a los cuatro vientos lo mismo que Dominguín buscó a sus amigos en cuanto cuajó la faena con Ava.

Hay manías amatorias y querencias de la sensualidad como para pensar que a Sevilla le gusta evocar en otro hombre los placeres que le hizo sentir el primero. Y es otro Joaquín por el que ahora se deja arrobar. Parece irle ese nombre para rendirse. Se acostumbró a decirlo, la ensimismó escucharlo. Y es  otro poeta sin poemas, Joaquín Arbide, quien la desnuda y tiende en un lecho de flores, quien la aventura a entregarse, quien la consigue en su sinceridad, hasta donde más le duele.

Todas las grandes ciudades tienen algo de mujeres que han pasado por muchas manos. Son las más sabias. Arbide juega ahora su turno de llevar a Sevilla entre las suyas, de envolverla, de abrazarla, de conseguirla sin resistencia en un gozo oculto de alcoba que acabará en boca de todos. Porque aquel que se hace por fin con Sevilla, siempre termina como Dominguín con Ava: ávido de que por todas las esquinas de cales y de brisas se pregone la hazaña con la ciudad difícil. Y es que cuando se trata de Sevilla, siempre queda sacrificada la caballerosidad en aras de promulgar su fascinación. Hace años que la leí en los labios de Joaquín Romero. Ahora lo hago en la prosa de tacto de Joaquín Arbide, que la tiene en sus manos.

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