En esos
silencios, ¡qué bien se oyen los repiques de las campanas de la catedral!, que deberían estar atentas para anunciar urbi
et orbe que un torero va a salir por la Puerta del Príncipe.
Cuando
esta tarde se abra la puerta de cuadrillas para iniciar el paseíllo, muchas
serán las emociones que le embarguen al aficionado. En Sevilla hace más de seis
meses que no nos llevamos una verónica a la pupila. Podíamos preguntarnos con
Rafael El Gallo, cuando se enteró que en Inglaterra no había toros: “ ¿Y qué
puñeta hacen los ingleses los domingos por la tarde?”. Los toros empiezan dos meses después que en
otras plazas. Se pierde en la noche de los tiempos el inicio de la temporada el
Domingo de Resurrección. La razón estribaba en que la autoridad eclesiástica no
otorgaba el nihil obstat para que se corrieran toros en Cuaresma. Hoy el señor
arzobispo no se mete en esos berenjenales. Además me consta que es buen
aficionado, aunque sea de delantera de televisión. Pero la tradición es la
tradición, y el que quiera ver toros antes del domingo de Pascua que coja el
AVE.
Casi tan
antigua como la prescripción eclesiástica es la tradición de que Curro encabece
el cartel inaugural. Más de ocho lustros hace que lo encabeza. El que suscribe,
que desde luego no ha nacido para arúspice, al enjuiciar la segunda corrida de
la feria de 1984 escribía en el Correo de Andalucía, dirigido entonces por José
María Javierre: “¡Y ojalá me equivoque!, pero pienso que el camino iniciado es
irreversible. Curro se ha acabado definitivamente, y ha pasado a la historia
del toreo”. A las cuarenta y ocho horas, en la crónica de la cuarta corrida
hube de comerme aquella premonición y escribir: “Pues sí señores se han
cumplido mis deseos y me he equivocado, y me complace reconocerlo. Curro no ha
pasado a la historia, sino que ayer, en la Maestranza ha seguido haciendo
historia, y ha escrito una página brillantísima de su dilatada carrera profesional”.
De eso hace dieciseis años, y Curro sigue tan incombustible para las dos caras
de la moneda. Por cierto, que cuando algunos aficionados se quejan de que Curro
tiene demasiadas corridas en el abono, hemos de recordarles que en la tradición
sevillana no es una exageración. El compromiso de Pepe Illo con la Maestranza
fue torear las 24 corridas que tenía previsto celebrar en 1793.
Hay otra
tradición secular que se rompió en 1915: la no concesión de orejas.
A petición
de los revisteros sevillanos se había incluso incorporado al Reglamento de la
Plaza el precepto de “no conceder orejas jamás”. La culpa dicen que fue del
concejal don Antonio Filpo que presidía la corrida, pero realmente fue de
Joselito El Gallo quien hizo tal faena al toro Cantinero de Santa Coloma, que
si el edil no saca el pañuelo blanco hubiera habido un serio conflicto de orden
público. No propugno que se restablezca esa tradición, pero sí que los
presidentes de la temporada que hoy comienza sean celosos guardianes del
prestigio de la plaza.
¿Y qué
decir de la tradición de los silencios? Pues que también participan de las dos caras de la moneda. Los silencios
han sido ponderados, denigrados, manoseados. ¿Cómo no vamos a elogiar el hábito
del aficionado de reservar su opinión para sí o para el compañero de localidad
con un gesto o un susurro que pueden ser tan expresivos como el mejor tratado
de Tauromaquia?. ¿Y como desaprovechar la ocasión de oír el chasquido de las
banderillas o el castañeteo del caballo del picador transido de miedo? En esos
silencios, ¡qué bien se oyen los repiques de las campanas de la catedral!, que deberían estar atentas para anunciar urbi
et orbe que un torero va a salir por la Puerta del Príncipe. Pero hay otros
silencios que hay que desterrar. No se puede confundir la bonhomía del público
sevillano con su silencio de complicidad con el toro sin trapío, que algunos
dicen que es el toro de Sevilla y, si no es toro, no es ni de Sevilla ni de
Navalcarnero. Ni el silencio con el toro mocho, con los puyazos en cualquier
parte, con la lidia como una capea, con el toreo fuera de cacho. Esas
disfunciones, por decirlo benévolamente, merecen la repulsa popular, y en la
plaza no hay otro modo de expresarlo que vocalmente. Para eso no debe haber
silencio. Ni siquiera el del desprecio.
Pero la
mejor tradición de la Maestranza este domingo es la luz. El albero es una
auténtica alfombra de oro. El almagre de la barrera tan fuerte altera la
pupila, que se compensa con el sosiego que le impone la albura del mármol de la
columnata neoclásica. No cabe duda que cuando la luz tiene ese protagonismo la
que manda es la primavera. Y en primavera, antes de sentarme en el tendido,
solo me resta, un año más, creo que van para veinte, cumplir con mi tradición y
pedir infructuosamente para la Maestranza el premio Europa Nostra a la
conservación de monumentos. ¡Que Dios reparta suerte!
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