Cada uno tiene
derecho a sus preferencias, conoce de sobra lo que más le toca el corazón. Para mí,
disculpen, lo más hermoso y lo más emocionante de esa noche única nace del Silencio.
Para los turistas, la “Madrugá” puede ser una de las grandes
citas, dentro del calendario español de fiestas populares; para los sevillanos,
de nacimiento o adopción (entre los que me cuento), es una noche única, un compendio de
sensaciones y sentimientos muy difícil de expresar, si queremos huir de la
retórica barata.
Los consejos
que doy a los amigos que acuden por primera vez son muy sencillos: ir sin prejuicios de ningún tipo; no querer
abarcar demasiado; dejarse empapar por el ambiente, participar en la “comunión”
multitudinaria; tener muy abiertos los ojos y la sensibilidad... Y, por
supuesto, dejarse guiar por algún sevillano que la conozca bien, para elegir
adecuadamente los tiempos y los lugares. Sólo él sabrá llevarnos , en el
momento oportuno, al Postigo del Aceite, a la calle Cuna, a la dura curva de
Boteros, al puente de Triana, a la Plaza del Museo, al Arenal...
Eso hice yo,
hace años, y quedé - lo digo con toda
humildad – fascinado y enamorado para siempre.
Cada uno tiene
su alma en su almario y las creencias religiosas que puede; cada uno, además,
las expresa o las reserva como Dios le da a entender. Partiendo de eso y
dejando a un lado los tópicos, estoy seguro de que cualquier persona que acuda de buena fe y con un mínimo de sensibilidad a
la “Madrugá” quedará totalmente deslumbrado.
Dicho con
absoluta objetividad: aquí, la religiosidad popular, la cultura tradicional y
la estética sevillana se conjugan en un acontecimiento tan peculiar, tan
emocionante y tan hermoso que sería impensable, en cualquier otro lugar del
mundo.
Nótese que ,
conforme a mi actitud de costumbre, estoy intentando describir, no ponderar.
Para las cumbres estéticas, pretendo seguir la máxima de Stendhal: aportar
“detalles exactos”. A todo ello hay que añadir, por supuesto, una marea de
sentimientos colectivos que, sin duda, nos va a arrebatar inexorablemente.
Los místicos
nos han enseñado que, para llegar al éxtasis religioso (añado yo: y al
estético), debemos recorrer con humildad un largo camino de perfección. Así lo fui haciendo yo, en este terreno: sin
prisa, poco a poco, descubriendo y atesorando momentos privilegiados.
Cuando Pachi y
Eduardo Osborne, mis grandes amigos sevillanos, me consideraron suficientemente
preparado, me sugirieron que solicitara el ingreso en la Hermandad del
Silencio, por considerarla la más adecuada a mi carácter. Así lo hice y me
asomé, desde entonces a un mundo único.
A mis amigos
no sevillanos les suelo explicar, entre otras cosas, que las reglas por las que
se rige hoy mismo nuestra Hermandad son las mismas que redactó, a fines del
siglo XVI, nada menos que Mateo Alemán. Y, ante su asombro, confirmo: sí, el
mismo que escribió el Guzmán de
Alfarache... En nuestra capilla, una lápida, entre tantas otras, recuerda a
nuestro ilustre Hermano.
Les comento también,
a mis amigos de Madrid o de Alicante, que, esa noche, desde que cruzo la puerta
de mi casa, vestido de nazareno, ya no hablo, ni tuerzo siquiera la cabeza a
derecha o izquierda. No se trata – les digo – de “salir en una procesión”, sino
de “participar en una Estación de Penitencia”: algo que voluntariamente hemos
elegido.
En la
Hermandad del Silencio – añado – impera ese democratismo trascedental que es
una de las mejores herencias del pensamiento de nuestro Siglo de Oro: no debemos llevar ni un
anillo ni un zapato con hebilla ni nada que nos pueda identificar. Ante el
misterio religioso, el gran misterio, todos somos iguales.
Les suelo
hablar también de la emoción que nace de entrar a media noche, en la Catedral,
que parece un inmenso barco oscuro y desierto, escuchando sólo el roce de las
pisadas y el chasquido de los dedos, para indicarnos que debemos arrodillarnos
ante el Santísimo; de la belleza increíble de enfilar la calle Francos, a la
luz de los cirios, con la melancólica música que algunos denominan “los pitos”;
de la sensación de anonimato absoluto, en medio de la multitud...
Después, nos
emocionará el conmovedor patetismo del Gran Poder y el Cachorro, de la purísima belleza de la Macarena y la
Esperanza, de la bulla de los “armaos” y los Gitanos... Son muchísimas teselas, muy
variadas pero todas hermosísimas, que confluyen en ese mosaico único: la
“Madrugá”.
Cada uno tiene
derecho a sus preferencias, conoce de sobra lo que más le toca el corazón. Para mí,
disculpen, lo más hermoso y lo más emocionante de esa noche única nace del Silencio.
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