jueves, 3 de marzo de 2016

Desde el silencio. Andrés Amorós


Cada uno tiene derecho a sus preferencias, conoce de sobra lo que más le toca el corazón.  Para mí,  disculpen, lo más hermoso y lo más emocionante de esa  noche única nace del Silencio.
Para los turistas, la “Madrugá” puede ser una de las grandes citas, dentro del calendario español de fiestas populares; para los sevillanos, de nacimiento o adopción (entre los que me cuento),  es una noche única, un compendio de sensaciones y sentimientos muy difícil de expresar, si queremos huir de la retórica barata.

Los consejos que doy a los amigos que acuden por primera vez son muy sencillos:  ir sin prejuicios de ningún tipo; no querer abarcar demasiado; dejarse empapar por el ambiente, participar en la “comunión” multitudinaria; tener muy abiertos los ojos y la sensibilidad... Y, por supuesto, dejarse guiar por algún sevillano que la conozca bien, para elegir adecuadamente los tiempos y los lugares. Sólo él sabrá llevarnos , en el momento oportuno, al Postigo del Aceite, a la calle Cuna, a la dura curva de Boteros, al puente de Triana, a la Plaza del Museo, al Arenal...

Eso hice yo, hace años, y quedé  - lo digo con toda humildad – fascinado y enamorado para siempre.

Cada uno tiene su alma en su almario y las creencias religiosas que puede; cada uno, además, las expresa o las reserva como Dios le da a entender. Partiendo de eso y dejando a un lado los tópicos, estoy seguro de que cualquier persona que acuda  de buena fe y con un mínimo de sensibilidad a la “Madrugá” quedará totalmente deslumbrado.

Dicho con absoluta objetividad: aquí, la religiosidad popular, la cultura tradicional y la estética sevillana se conjugan en un acontecimiento tan peculiar, tan emocionante y tan hermoso que sería impensable, en cualquier otro lugar del mundo.

Nótese que , conforme a mi actitud de costumbre, estoy intentando describir, no ponderar. Para las cumbres estéticas, pretendo seguir la máxima de Stendhal: aportar “detalles exactos”. A todo ello hay que añadir, por supuesto, una marea de sentimientos colectivos que, sin duda, nos va a arrebatar inexorablemente.

Los místicos nos han enseñado que, para llegar al éxtasis religioso (añado yo: y al estético), debemos recorrer con humildad un largo camino de perfección. Así lo fui haciendo yo, en este terreno: sin prisa, poco a poco, descubriendo y atesorando momentos privilegiados.

Cuando Pachi y Eduardo Osborne, mis grandes amigos sevillanos, me consideraron suficientemente preparado, me sugirieron que solicitara el ingreso en la Hermandad del Silencio, por considerarla la más adecuada a mi carácter. Así lo hice y me asomé, desde entonces a un mundo único.

A mis amigos no sevillanos les suelo explicar, entre otras cosas, que las reglas por las que se rige hoy mismo nuestra Hermandad son las mismas que redactó, a fines del siglo XVI, nada menos que Mateo Alemán. Y, ante su asombro, confirmo: sí, el mismo que escribió el Guzmán de Alfarache... En nuestra capilla, una lápida, entre tantas otras, recuerda a nuestro ilustre Hermano.

Les comento también, a mis amigos de Madrid o de Alicante, que, esa noche, desde que cruzo la puerta de mi casa, vestido de nazareno, ya no hablo, ni tuerzo siquiera la cabeza a derecha o izquierda. No se trata – les digo – de “salir en una procesión”, sino de “participar en una Estación de Penitencia”: algo que voluntariamente hemos elegido.

En la Hermandad del Silencio – añado – impera ese democratismo trascedental que es una de las mejores herencias del pensamiento de  nuestro Siglo de Oro: no debemos llevar ni un anillo ni un zapato con hebilla ni nada que nos pueda identificar. Ante el misterio religioso, el gran misterio, todos somos iguales.

Les suelo hablar también de la emoción que nace de entrar a media noche, en la Catedral, que parece un inmenso barco oscuro y desierto, escuchando sólo el roce de las pisadas y el chasquido de los dedos, para indicarnos que debemos arrodillarnos ante el Santísimo; de la belleza increíble de enfilar la calle Francos, a la luz de los cirios, con la melancólica música que algunos denominan “los pitos”; de la sensación de anonimato absoluto, en medio de la multitud...

Después, nos emocionará el conmovedor patetismo del Gran Poder y el Cachorro,  de la purísima belleza de la Macarena y la Esperanza, de la bulla de los “armaos” y  los Gitanos... Son muchísimas teselas, muy variadas pero todas hermosísimas, que confluyen en ese mosaico único: la “Madrugá”.

Cada uno tiene derecho a sus preferencias, conoce de sobra lo que más le toca el corazón.  Para mí,  disculpen, lo más hermoso y lo más emocionante de esa  noche única nace del Silencio.

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