Fotografía diario El Mundo |
Que cambien la letra de la leyenda sobre la ciudad.
“Monteseirín me transformó, Zoido me cercó de veladores y mesas altas y Juan
Espadas me alquiló pa banquetes y otras gracias”.
La vieja dama reunió a la familia en el
salón de suntuosidad ajada, dorados apagados y vitrinas con platería enlutada
por el paso del tiempo. Hacía ya unos años que el marqués se llevó para siempre
la llave de la despensa y que el albacea había procedido conforme a lo
expresado por el causante y, también, en función de criterios avaros, que ya se
sabe qué parte corresponde al que reparte. La vieja dama toma asiento en la
silla isabelina, reposa los antebrazos en la caoba de la mesa con esmero para
no arrugar el paño de encaje, pierde la mirada en el lienzo de un antepasado
con monóculo y bigote de húsar, y comunica a la descendencia:
–Ahora mismo no hay para pagar el próximo
recibo del IBI. Os recuerdo que son 18.000 euros. No hay otro remedio que tomar
de una vez la decisión.
Yla vieja dama, que ausculta con
precisión los tiempos y siempre ha vivido con los pies en el suelo y atenta a
la actualidad, pide la venia para alquilar varias partes de la hacienda para bodas
y otros actos sociales. El vestíbulo cubierto es muy amplio para los cócteles
en días de lluvia, de pie caben fácilmente trescientas personas. En el apeadero
pueden servirse los aperitivos de bienvenida en primavera y verano. Las
caballerizas, bien arregladas, son idóneas para el gran comedor. Siempre habrá
algún gracioso que refiera eso de yantar donde en otro tiempo se han alimentado
las bestias, pero Sevilla es la ciudad de la guasa. La mayoría se pirra por
estar junto al noble al mismo tiempo que se regodea en sus penurias. Yel
almacén, con una pequeña reforma, sirve para las horas de barra libre.
Sevilla es Tara, quemada por la guerra de
la crisis económica, con los cultivos arrasados y las cortinas hechas jirones.
El alcalde es Scarlett O´Hara en lo alto de un velador:“A Dios no pongo por
testigo porque no me deja rojo sevillano ni los chicos de Participa, pero juro
que no volveré a pasar hambre”. Y Juan Espadas, dispuesto a todo para reactivar
la economía local, pone las zonas nobles de la ciudad en alquiler para cócteles
y banquetes. Así recaudará 900.000 euros, casi lo mismo que el millón anual por
las licencias de los veladores. Con Espadas será posible dar una copa de
empresa en la Puerta de Jerez, donde el catálogo municipal dice que el primer
atractivo es la fuente de Híspalis, la que parece sacada de un tanatorio del
Aljarafe construido en tiempos de pelotazos urbanísticos con edil de Urbanismo
imputado. También se podrá presentar un modelo de coche de alta gama con pedazo
de cena para diez mil comensales en la Plaza de España. ¿Prefiere presentar su
nuevo perfume en los Jardines de Murillo y tener luego varias mesas altas para
servir el Möet Chandon? En este caso lo recomendable es limpiar previamente las
ratas allí empadronadas, las de cuatro patas quiero decir. Si lo prefiere, ese
acto social que siempre había soñado puede tener su marco incomparable en la
ciudad de los marcos incomparables: en los Baños de la Reina Mora, en la Plaza
de América (“¡Yo lo vi primero!, dirá Mario Niebla del Toro con el turbante y
sus invitados de postín) o en la Alameda de Hércules, la que Monteseirín
alfombró de un amarillo más feo que un chino con fiebre, y Zoido directamente
no supo qué hacer, entretenido en pensar si estaba bien sujeta la placa que
conmemora que un día inauguró un bacalao en Argote de Molina. Literal: un
bacalao.
Sevilla se alquila para fiestas como la
hacienda de la familia noble venida a menos. Arrendamos los escenarios de la
grandeza que un día habitó entre nosotros. El márketin es cruel como un niño y
nos dice las verdades: somos un gran salón de celebraciones, los hosteleros de
Europa. ¿No montamos un horror llamado Munarco por ser la ciudad de la Semana
Santa por antonomasia? Pues vendamos Sevilla como un gran velador. Y el
Ayuntamiento, como la familia que tiembla con sólo imaginarse en el BOP por no
pagar el próximo IBI, ha hecho el catálogo de plazas y edificios aptos para
festines. Pero, ay pena, penita, pena, se han olvidado de la Plaza de San
Francisco como la joya de la tatarabuela que no se alquila. Orgullo se llama.
Claro, la Plaza de San Francisco ya tiene arrendatario con jaimas y mesas altas
desde hace años. Que cambien la letra de la leyenda sobre la ciudad.
“Monteseirín me transformó, Zoido me cercó de veladores y mesas altas y Juan
Espadas me alquiló pa banquetes y otras gracias”.
Publicado
en el Diario de Sevilla. La Caja negra el 24 de enero de 2016
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