jueves, 3 de marzo de 2016

Nocturno y sismología del Viernes Santo. Antonio Núñez de Herrera


La madrugada se presiente como un oxígeno nuevo, como un génesis que inventara otra vez el resto de la ciudad desvanecida y diera ritmo al pulso desacordado.

La ciudad: cincuenta y siete calles encendidas, torrenteras de las parroquias a los altos hornos de la Catedral. La noche del parasceve vacía su mineral derretido, su fundición de nazarenos, "pasos" y luminaria en el molde predispuesto de las cincuenta y siete calles. Al lado, ¡cómo late la escoria caliente, la muchedumbre sin cirios ni capirotes, innominada y tremenda, por las aceras y en las bocaminas. Hay estas canalizaciones para que la luz corra y se divierta; pero también oscuros flujos de gente apresurada: baja marea de una multitud desvelada que da bandazos entre la sombra anónima de todo lo que, por deslumbramiento y contraluz, se ha derrumbado en la ciudad.

Arropada por la noche, la ciudad es sólo esta hidrografía ardiente de las Cofradías en marcha. Desde lejos, por las galerías soterradas, el afán enciende los clarines y crepita en candelas presentidas el tumulto de los tambores. ¡Luz y luz!... Cuanto escucha el oído se reforma en complejo visuales. Porque hay un ansia que pierde las sensaciones por las veredas del sistema nervioso.

Del Jueves al Viernes Santo la noche es vaivén y afán interminables; y antes que amanezca, contra el níquel donde comienza el alba, las últimas estrellas son espinas de una gran zarza oscura clavadas en la carne.

Y menos mal que, la noche tiene viáticos y claraboyas, remansos de buñuelos y aguardiente, ensenadas de pescado y vino donde se repone el ánimo para seguir este debate de barrio y procesión.

La madrugada se presiente como un oxígeno nuevo, como un génesis que inventara otra vez el resto de la ciudad desvanecida y diera ritmo al pulso desacordado.

La Catedral templa entonces el luminar de sus grandes calderas, y cuando la aurora restablece el equilibrio de las luces y coloca los corazones en su lugar de siempre, el día asoma por las altas vídrieras de la iglesia en una alegría de santos transparentes.

Afuera del templo una sola mano infiagrosa exprime el oro de las tabernas y los naranjales de la madrugada. Y se engalla en el horizonte una Cofradía de torres altas.

Entonces... todavía la gente se reconoce, con la ciudad, salvada del derrumbamiento.

Y los últimos supervivientes irán a ver entrar la Macarena.

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