El hecho de nacer extramuros de Sevilla es menos triste si, como en mi caso, sucede frente a los Jardines de Murillo, una referencia tanto propia como poética. Tuve el privilegio de ver la luz primera, una luz no usada, cerca de la Bab-Yahwar, hoy Puerta de la Carne, y tal deslumbramiento permanece todavía impreso en la memoria.
Ya Luis Cernuda, en su libro “Ocnos”, nos dice que “hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí, en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el alentar de las flores, las hojas y las aguas, a gozar sin remordimientos”. Para mí, ese destino comenzó en unos jardines llamados de Murillo y de Catalina de Ribera, en sus rincones bellísimos, en su atmósfera de serenidad tan maltratada desde hace tiempo, y para los que debe reclamarse siempre la mayor de las atenciones. En su día, constituyeron el motivo de un libro, en el que quise describir los momentos infantiles y adolescentes de alguien que, como yo, los había vivido dentro de aquel escenario natural.
En la morada de la luz que es Sevilla, qué mejor que un paseo para sentirla, para soñarla en unas horas de sol al lado de Albanio. Este tiempo tiene el raro privilegio de ser visto con la transparencia de cuanto se ama, porque mis ojos y los suyos abren un cielo de par en par, las esferas que la ciudad reserva para sus elegidos. Este paseo, como el de mi niñez, se puede seguir dando sin distinguir su profana rendición al azul de aquella otra, lírica y recogida en su altura de tapiz estrellado. Aún es visible aquella atmósfera, el gozo aislado y juvenil que se acrecienta cuando esa luz cabe en el silencio de la ciudad tan nuestra, tan celosa de muchas miradas, pero que siempre será creíble por sus lentos atardeceres, por tantas realidades como deseos que se transforman, con Albanio-Luis, en espejo de gracia y armonía.
Pero quienes no han nacido para la contemplación, para la abstracción entre aromas y colores, para el gozo sensorial de lugares como los Jardines de Murillo, son los protagonistas principales de su deterioro, de la ruina progresiva que tanto afecta a los que nos sentimos herederos por derecho propio de tan idílico lugar sevillano. Así, la visión actual de los Jardines no es para mí totalmente exacta si no la paso a través de aquella primera claridad, inefable y pura. Un recorrido por este espacio de la Sevilla íntima, esa que muchos ignoran por cuanto ofrece una perspectiva de recogimiento que son incapaces de reconocer, tiene la mejor de las compensaciones: el sentirse inmersos dentro de una luminosidad en continua regeneración, participando en el milagro sin pausas de esa plenitud radiante que, tras siglos de existencia, ha conseguido esta ciudad para nosotros.
Hay que seguir contemplando, con esta luz no usada, todas las bellezas de una Sevilla que es templo de delectación, zafiro magno. Ninguna primavera sabe abrir sus mañanas, ruborosas entre los alminares, si no es bendecida por el rito de las esencias que oficiaron los siglos en su búsqueda. Y también las noches transcurren al compás de lo eterno, mientras sus rincones apuntan hacia cales sagradas, angosturas sin fin que desprenden un plateado silencio sobre el mítico helor con que bruñen cada madrugada.
Siempre se nos entregará la luz antes de que los trinos la confundan con el coro de las hojas, después de un lento bautismo de resina más allá de los engarces arbolados. Bastará simplemente con descorrer las tinieblas y entonar el azul, como un cántico solo entre tantos avatares de mansedumbres, claridad rasgada como un velo de rara turmalina. Porque con tal resplandor quién no es capaz de contenerse en su cáliz alzado, clavel maravilloso del misterio, fuente donde rebosan espumas de azahares encendiendo una ciudad tan consagrada como sus primaveras de rubíes en suave floración, como la transparencia de una vida que siempre soñamos estrenar.
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