domingo, 20 de diciembre de 2015

Entre la farsa y la verdad. José Luis Garrido Bustamante



Es inevitable: la pantalla del televisor se llena de abetos nevados, renos inquietos y viejos bondadosos. Otra vez  la Navidad foránea, la que justifica su anticipación por el deseo comercial de hacer caja y aparece ese personaje que unos llaman Santa y otros Papa Noel cargado con la consiguiente bolsa de regalos que es muy posterior al sueño creador del Belén.
Es la reiteración de la superchería, la farsa superpuesta a la realidad, porque el Belén o Nacimiento que repite la representación de la venida al mundo de ese personaje, único e irrepetible, que fue y es Jesús de Nazaret, está basado en hechos ciertos que fueron escritos y se creó muchísimo antes. Nada menos que del siglo trece data la construcción del primero.
La costumbre de evocar la venida al mundo de Jesucristo arranca de la noche de Navidad de 1223 cuando Francisco de Asís concibió el proyecto de revivir de forma sensible los hechos  acontecidos en la cueva de Belén narrados por los evangelistas
Esta idea fue propagándose a lo largo de los siglos y se hizo costumbre familiar transmitida de generación en generación.
Los corchos… el portal… las figuritas de barro… María y José… el Niño recién nacido… pasaron, a través del tiempo, de la efusión piadosa del Santo de Asís, a los hogares adornados con la ilusión de las Fiestas.
Luego… muy luego, mucho después, apareció Papa Noel. Falso, imaginado, con barba postiza y con la tarjeta de compras de los grandes almacenes.
Pero se multiplicó imparable en copias clónicas invasoras de balcones, escaparates y puertas de establecimientos vendedores y sus mensajes engañosos han sustituido esos inocentes deseos de felicidad y de paz que antaño llevaban los funcionarios de Correos en carteras rebosantes con los que se esforzaban hasta llegar a figurar en los noticiarios cinematográficos como protagonistas de algunas hazañas de sabuesos encontrando el domicilio correcto de esos padres de soldados lejanos que a duras penas habían escrito en el sobre sus apodos y su pueblo para felicitarles la Navidad.
Hoy se pueden cerrar las administraciones en pasajeras holganzas porque no hay chritsmas, o se usan muchísimo menos y los que resisten son reproducidos por internet y los usuarios se ahorran el sello.
También va pasando la costumbre de los árboles que diezmaban un tiempo los bordes de las carreteras comarcales hasta que llegaron los chinos sustituyéndolos por los de plástico.
La costumbre de instalar en los hogares árboles de Navidad nunca fue pagana ni extranjerizante. Josefina Carabias recordó en una de sus docentes colaboraciones periodísticas que el árbol es una tradición piadosa de las más antiguas. Nació en los países nórdicos y viene de cuando, por no existir todavía templos, los cristianos se reunían bajo el abeto más frondoso.
A ese árbol se le llamó “christmass tree” que significa árbol de la misa de Cristo. Por eso  los chritsmas de los que venía hablando se conocieron con esa denominación que originariamente dispuso de una repetida ese en la primera palabra luego perdida al ser llamados chritsmas card.
En la actualidad los árboles no son refugios exteriores protectores de los que rezaban sin iglesias, sino soportes de regalos sustentados con guirnaldas de papel de plata. Otra vez la tarjeta de compras.
En el imaginario infantil Papa Noel disputa a los Reyes Magos el protagonismo de la generosidad. He salido buscado argumentos para conocer su certeza y me he ido directamente a los libros sagrados que es donde se acredita la existencia indudable de los mágicos personajes antes del invento del gordo barbudo.

Lo he hecho abriendo mi biblia que es un ejemplar de la Nácar Colunga, ya un tanto ajado por el frecuente manoseo, por la página 1042 y leyendo la descripción minuciosa que, de su adoración, lleva a cabo el evangelista Mateo, aquel arrendador de las alcabalas de Cafarnaúm, publicano conocido también como Leví, cuyo oficio y para entendernos mejor con el lenguaje de nuestros días, podríamos traducir diciendo que correspondía a un funcionario de Hacienda.

Mateo, como luego lo hiciera el médico Lucas, otro de los que recogieron por escrito las andanzas de Jesucristo desde su nacimiento, confirma que los magos llegaron de Oriente, no precisa exactamente que fueran tres, pero sí que dejaron tres regalos: oro, incienso y mirra, de ahí el número deducido de los regios visitantes, más astrólogos estrelleros que monarcas coronados que, desde sus países orientales, siempre siguiendo el rumbo de la estrella, habían viajado tanto tiempo para postrarse de hinojos ante el Niño recién nacido, que, cuando llegaron, ya no estaba  en la cueva donde María lo alumbrara, sino en  una casa en Belén y se supone que más crecido.

Sus nombres aparecieron por vez primera en un mosaico bizantino encontrado en Rávena el año 520. Melchor lleva el incienso, Gaspar, el oro y Baltasar, la mirra. Todos son blancos. Y este último casi un chiquillo.

Baltasar no fue negro hasta el siglo dieciséis. Una decisión representativa que obedeció a eclesiales necesidades ecuménicas.

Sus restos, o, al menos, los restos que se supone que son, se guardan en un espléndido sarcófago en la catedral alemana de Colonia. Francisco Narbona, mi recordado director del Centro territorial en Andalucía de Televisión Española, me dijo que los había visto, cuando fue abierto a comienzos de la década de los ochenta y que corresponden a tres varones de unos quince, treinta y sesenta años de edad.

Sus espíritus protagonizan todos los cinco de enero luminosas cabalgatas cargadas de regalos.

Lo hacen así desde 1918 y se lo pidieron por esa vez primera a un poeta y ateneísta que se llamaba José María Izquierdo, pero firmaba Jacinto Ilusión.

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