Es inevitable: la pantalla del televisor se llena de abetos
nevados, renos inquietos y viejos bondadosos. Otra vez la Navidad foránea, la que justifica su
anticipación por el deseo comercial de hacer caja y aparece ese personaje que
unos llaman Santa y otros Papa Noel cargado con la consiguiente bolsa de
regalos que es muy posterior al sueño creador del Belén.
Es la reiteración de
la superchería, la farsa superpuesta a la realidad, porque el Belén o Nacimiento
que repite la representación de la venida al mundo de ese personaje, único e
irrepetible, que fue y es Jesús de Nazaret, está basado en hechos ciertos que
fueron escritos y se creó muchísimo antes. Nada menos que del siglo trece data
la construcción del primero.
La costumbre de evocar
la venida al mundo de Jesucristo arranca de la noche de Navidad de 1223 cuando
Francisco de Asís concibió el proyecto de revivir de forma sensible los hechos acontecidos en la cueva de Belén narrados por
los evangelistas
Esta idea fue
propagándose a lo largo de los siglos y se hizo costumbre familiar transmitida
de generación en generación.
Los corchos… el
portal… las figuritas de barro… María y José… el Niño recién nacido… pasaron, a
través del tiempo, de la efusión piadosa del Santo de Asís, a los hogares
adornados con la ilusión de las Fiestas.
Luego… muy luego,
mucho después, apareció Papa Noel. Falso, imaginado, con barba postiza y con la
tarjeta de compras de los grandes almacenes.
Pero se multiplicó
imparable en copias clónicas invasoras de balcones, escaparates y puertas de
establecimientos vendedores y sus mensajes engañosos han sustituido esos
inocentes deseos de felicidad y de paz que antaño llevaban los funcionarios de
Correos en carteras rebosantes con los que se
esforzaban hasta llegar a figurar en los noticiarios cinematográficos como
protagonistas de algunas hazañas de sabuesos encontrando el domicilio correcto
de esos padres de soldados lejanos que a duras penas habían escrito en el sobre
sus apodos y su pueblo para felicitarles la Navidad.
Hoy
se pueden cerrar las administraciones en pasajeras holganzas porque no hay
chritsmas, o se usan muchísimo menos y los que resisten son reproducidos por
internet y los usuarios se ahorran el sello.
También
va pasando la costumbre de los árboles que diezmaban un tiempo los bordes de
las carreteras comarcales hasta que llegaron los chinos sustituyéndolos por los
de plástico.
La
costumbre de instalar en los hogares árboles de Navidad nunca fue pagana ni
extranjerizante. Josefina Carabias recordó en una de sus docentes
colaboraciones periodísticas que el árbol es una tradición piadosa de las más
antiguas. Nació en los países nórdicos y viene de cuando, por no existir
todavía templos, los cristianos se reunían bajo el abeto más frondoso.
A
ese árbol se le llamó “christmass tree” que significa árbol de la misa de
Cristo. Por eso los chritsmas de los que venía hablando se conocieron con esa
denominación que originariamente dispuso de una repetida ese en la primera
palabra luego perdida al ser llamados chritsmas card.
En
la actualidad los árboles no son refugios exteriores protectores de los que
rezaban sin iglesias, sino soportes de regalos sustentados con guirnaldas de
papel de plata. Otra vez la tarjeta de compras.
En el imaginario
infantil Papa Noel disputa a los Reyes Magos el protagonismo de la generosidad.
He salido buscado argumentos para conocer su certeza y me he ido directamente a
los libros sagrados que es donde se acredita la existencia indudable de los
mágicos personajes antes del invento del gordo barbudo.
Lo he hecho abriendo
mi biblia que es un ejemplar de la Nácar Colunga, ya un tanto ajado por el
frecuente manoseo, por la página 1042 y leyendo la descripción minuciosa que,
de su adoración, lleva a cabo el evangelista Mateo, aquel arrendador de las
alcabalas de Cafarnaúm, publicano conocido también como Leví, cuyo oficio y para
entendernos mejor con el lenguaje de nuestros días, podríamos traducir diciendo
que correspondía a un funcionario de Hacienda.
Mateo, como luego lo
hiciera el médico Lucas, otro de los que recogieron por escrito las andanzas de
Jesucristo desde su nacimiento, confirma que los magos llegaron de Oriente, no
precisa exactamente que fueran tres, pero sí que dejaron tres regalos: oro,
incienso y mirra, de ahí el número deducido de los regios visitantes, más
astrólogos estrelleros que monarcas coronados que, desde sus países orientales,
siempre siguiendo el rumbo de la estrella, habían viajado tanto tiempo para
postrarse de hinojos ante el Niño recién nacido, que, cuando llegaron, ya no
estaba en la cueva donde María lo
alumbrara, sino en una casa en Belén y se supone que más crecido.
Sus nombres
aparecieron por vez primera en un mosaico bizantino encontrado en Rávena el año
520. Melchor lleva el incienso, Gaspar, el oro y Baltasar, la mirra. Todos son
blancos. Y este último casi un chiquillo.
Baltasar no fue negro
hasta el siglo dieciséis. Una decisión representativa que obedeció a eclesiales
necesidades ecuménicas.
Sus restos, o, al
menos, los restos que se supone que son, se guardan en un espléndido sarcófago
en la catedral alemana de Colonia. Francisco Narbona, mi recordado director del
Centro territorial en Andalucía de Televisión Española, me dijo que los había
visto, cuando fue abierto a comienzos de la década de los ochenta y que
corresponden a tres varones de unos quince, treinta y sesenta años de edad.
Sus espíritus
protagonizan todos los cinco de enero luminosas cabalgatas cargadas de regalos.
Lo hacen así desde
1918 y se lo pidieron por esa vez primera a un poeta y ateneísta que se llamaba
José María Izquierdo, pero firmaba Jacinto Ilusión.
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