Tengo la
huerta casi comida por la hierba. El otro día intenté limpiarla. Solo conseguí
unos cuantos arañazos y hematomas por efecto del sintrón y lo inevitables
golpes que son precisos para tratar con lo salvaje.
Me desanimé
y recapacité: La edad y los achaques me obligan a ser civilizado. Es lo mismo
que decir blandengue, blanquecino y adicto al supermercado.
Pasado un
rato, sentado al sol. Rememoré la forma
de las manos de mi abuelo y mi padre. Las mías, descansando sobre mis rodillas,
son iguales.
Nudosas,
algo deformadas. Ya menos rápidas y hábiles que antaño. Pero trabajadas. Ya
claman descanso, pues en mis palmas ya no queda ningún callo, de los que me
enorgullecía con mis compañeros de quirófano. Porque entonces eran prontas y
obedientes a mi corazón y cerebro. Ahora no pueden limpiar la mala hierba. Por
eso las miro y remiro. Fue bonito mientras duró.
Espero que
duren aún así, igual que a mis viejos. Aunque estén torpes y ásperas. Y no
puedan cuidar la huerta. Pues deben saber que no hay tomates, pimientos, ajetes
o berenjenas tan buenos como los que uno cría.
Yo sé que mi
hijo el mayor, heredará ese sabor de la “tierruca” de Bernat y Baldoví Y que
siempre me quedará mi hermano y nunca me faltarán las cebollas bobas, dulces,
babosas, enormes…
Solo quiero
que me quede fuerza para que me acerquen un vaso de vino en la comida. Mesar
los cabellos de mis nietos, acariciar la cara de mi mujer y calentar sus
manitas entre las mías.
Ángel Boix Fos
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