martes, 16 de diciembre de 2014

Cuento de Navidad. Ángel Boix



El suceso que les voy a contar no se si fue verdadero, un sueño, una ilusión o un cuento. Ustedes juzgarán.

Frente a casa hay un quiosco de chucherías y refrescos que regenta un tal Paco. Un hombretón ex gordo de biomanan. Buena gente y buen conversador.

Su quiosco es punto de referencia para los inmigrantes que llegan a Sevilla. También es punto de reunión de algunos vecinos.

Desde este verano, merodea por los alrededores una familia de rumanos. Ya están todos colocados. La madre pide en la puerta de un supermercado, siempre que esté abierto, menos el día de la Inmaculada, pues dijo que ella no trabajaba en esa fecha. Sonríe mucho le des o no le des. Creo que para enseñar sus dientes de oro.

El padre toca incansablemente en el acordeón algo parecido a lo de bésame mucho por la calle.
El hijo de unos diecisiete años, también martiriza el teclado. Lo he oído varias veces y puedo asegurar que una pelea de gatos en celo es lo que mas se le parece a lo que toca. Así se ganan la vida.

Pero ayer anocheciendo, estábamos en el quiosco Paco, Manolo el ingeniero y yo con mi nieto en brazos cuando llegó el joven rumano con su acordeón y nos preguntó si queríamos que tocara cosas típicas de su país. Le pedimos que lo hiciera a ser posible con motivos navideños.

Y empezó a tocar lentamente, con los ojos cerrados. Se hizo un gran silencio. Todo el que pasaba se paraba a escuchar. Nunca había oído nada igual, con tanto sentimiento y armonía

Las lágrimas en nuestros ojos estaban prontas a salir. El tiempo pasó sin darnos cuenta, de pronto, a nuestras espaldas oímos un fuerte crujido. Nos volvimos para ver asombrados como el árbol de atrás se inclinaba y salían de entre sus ramas una nube de pájaros que se habían congregado para oír la música celestial tocada por un posible ángel rumano…

Mi nieto acariciándome la mejilla me dijo “Abu no llores.”

Y allí está el árbol, extrañamente inclinado.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Visita del otoño. Fernando Ortiz


Fino, transparente, haciendo traslúcido el aire, límpido el cielo, ha llegado el Otoño a la ciudad. Se fue el pegajoso y húmedo setiembre y ha entrado el Otoño, como un caballero distante, desconocido, amable, reservado, algo frío a veces, aunque otras sabe atemperar sus maneras con una calidez agradable que, de cualquier modo, no excede las más estrictas formas. Si a primera hora de la mañana su saludo puede ser gélido, no nos lo tomemos a mal. Es su manera de ser. Luego, a lo largo del día, después del debido trato, nos daremos cuenta de que su temperatura parece hecha a nuestra medida. Áureo y suave caballero del sur, caballero que viene a decirnos que paseemos con tranquilo gozo en las horas soleadas y que, a la noche, nos sentemos con un libro en nuestra butaca favorita. Debe tener la barba plateada, el cabello entrecano y la voz susurradora, un poco ronca, como el quejido de las  hojas mecidas por el viento. Debe tener buena y delgada figura y mediana edad y ser algo mago, capaz de hacernos ver luces diferentes a cada hora del día.

Siempre deseé recordar las conversaciones que tuve con él cuando niño, cuando era capaz de oír aquello que me decía el viento y el golpeteo de la lluvia en los cristales y de bien interpretar esos decires. Y como sé que todo aquello que deseamos con fuerza termina cumpliéndose mientras dura la vida, he esperado durante años con anhelo su visita. La otra noche, ya en la cama arrebujado en una manta ligera, me quedé dormido leyendo. Leía un libro del Canciller don Pero López de Ayala, y con él entraba y salía por los Reales Alcázares de Sevilla cuando allí vivía don Pedro el Cruel, que otros llaman el Justiciero. Y a esa hora sería cuando recibí la visita del Otoño.

Supe desde el primer momento que era él quien llamaba cortés y levemente con los nudillos a la puerta, y por eso no experimenté sorpresa alguna, sólo curiosidad. ¿Permanecería aún encendida la lámpara de la mesilla de noche? Es raro que no recuerde ese detalle. Sí me acuerdo que dije, no sé si desde el sueño o desde la vigilia. –Adelante. Puedes pasar.

Abrió la puerta del dormitorio y se silueteó en ella su figura. Al tiempo, una lenta pesadumbre invadía la habitación, como si gimiera el genio de la tierra, recostado allá en su lecho de montañas. Y junto con esa pesadumbre entró también un hálito de viento fresco, de esos que restauran fuerzas y dan vida. Era, en efecto, un caballero delgado, recio y de mediana edad, y su vestimenta sería difícil de describir a causa de sus fluctuantes reflejos. No resultaba alto aunque sí bien proporcionado. Y cuando habló, su voz, sosegada, profunda y ronca, parecía llevar consigo el estertor y la soledad del mundo. Sin embargo, al hablar sonrió con una sonrisa grata y grave.

–Bien. Aquí estoy. Lamento que este reencuentro, después de tantos años, no pueda durar mucho. Pero yo soy un solitario, al que únicamente a los niños a veces les es dado ver. Me gusta la soledad y sólo en ella siento, si no disfrute, al menos calma. Mi reino es el reino de los bosques y en ellos yerro al azar desde el principio de los siglos. Allí mis pies hollan una alfombra de hojas, y allí estoy lejos de las ruidosas y parlanchinas ciudades. ¿No te has dado cuenta que mi paso por las ciudades es más ligero que por las campiñas? He dejado abajo mi perro, mi única compañía. Mi perro se llama “Postrero” y aparece o desaparece. Su pelaje está siempre húmedo, como mi barba. Cuando corre toma la forma de una rápida neblina, y al extenderse a mis pies la de un oscuro crepúsculo. A media mañana es dorado, y se refleja con el sol. Aúlla como la tempestad cuando no me encuentro cerca de él. Necesita mi mano que lo acaricia y yo necesito de su fidelidad y de su nobleza. ¿Recuerdas ahora cuando me viste de niño, en una tarde ventosa? Iba yo con mi perro y nadie había en los jardines de los Reales Alcázares de Sevilla. Entonces apareciste tú acompañado de tu niñera. Yo paseaba por entre el arbolado. La niñera nunca me vio, pero tú sí, y te acercaste. Quisiste jugar con mi perro y él jugueteó unos minutos contigo. Luego, confiado, me dijiste: “Yo, de mayor, quiero ser escritor”. Tenías un flequillo rebelde, pecas en la nariz y sonreíste hasta las orejas al contarme tu secreto.

–“Bueno. Entonces me parece que en cierto modo somos amigos, y que nos veremos otra vez”. Ésa vez ya ha llegado, porque intentaste escribir lo mejor que supiste y has terminado ya el Otoño de tu vida. Adiós. No me gusta hablar demasiado. Mi perro me espera. A los dos nos esperan ya en la mansión del viento. Queda lejos y allí debemos de estar antes del brumoso enero.
Y por última vez, como despedida, volví a ver su grata y grave sonrisa.

Fernando Ortiz

viernes, 14 de noviembre de 2014

Esta larga jornada urbana. Arturo Pérez Reverte



Esta larga jornada urbana, cuyas imágenes acabo de pasar página a pagina, confirma una vieja sospecha. Pese a la modernidad, al tren, al aeropuerto, a los comercios de vanguardia, a todo lo que ustedes quieran, Sevilla sigue siendo, esencialmente, la ciudad antigua, al estilo de las viejas ciudades renacentistas italianas: vuelta hacia dentro, o mas bien vertida en sí misma, nutriéndose a diario de su carácter, de su paisaje íntimo e irrepetible. Endógama y generosa egoísta, valga la expresión, por suerte para sí misma y para quienes la aman tal y como es. Impenetrable para quienes no logran cruzar los infinitos arcos de control, fronteras, aduanas, requisitos no establecidos en ninguna parte, pero siempre en vigor, que esta ciudad opone al extraño.

En realidad, Sevilla es la ciudad mas equívocamente abierta del mundo, y salvo que haya con las visitas confianza de toda la vida, éstas nunca pasan mas allá del saloncito de recibir. Que es espléndido, por otra parte. Y acogedor. Pero ahí se quedan. Las visitas, como se las ha llamado de toda la vida. Consoladas, eso sí, por la compasiva simpatía de una ciudad donde la caridad con los desgraciados es, desde hace siglos, más regla social que virtud cristiana. A fin de cuentas, como el sevillano procura dejar claro de vez en cuando con tacto y misericordia, pisar Sevilla sin haber nacido en ella es una desgracia como otra cualquiera.

No podía ser de otra forma, y basta un vistazo a estas imágenes para comprobarlo. Cuando uno se fija bien, confirma que durante sus espléndidas 24 horas, esta ciudad no tiene otro paisaje que ella misma. Igual de día que de noche, el sevillano, por mucho que deambule de un lugar a otro, que se asome a cualquier punto de la geografía urbana, sólo ve Sevilla. La ve hasta en los chinos que venden claveles de plástico, en los mendigos durmiendo bajo el pórtico de la Maestranza, en los japoneses que caminan bajo el sol, a punto de caramelo para caer deshidratados a los pocos pasos. Si lo exterior no tiene que ver con Sevilla, apaga y vámonos. No existe. Y como mucho, cuando en mitad de esa introspección continua al sevillano se le ocurre alzar los ojos, lo que ve son espadañas de conventos y la Giralda. Tela. No hay horizonte, ni otros caminos que los convergentes. El atasco de la bajada del Aljarafe interesa y se comenta porque es gente que viene a Sevilla. El aeropuerto, Santa Justa, las estaciones de autobuses, no comunican Sevilla con el resto de España, sino que son los lugares por los que el resto de España, y el mundo en general, tiene la suerte de poder asomarse a Sevilla. A ver por qué se creen ustedes que han metido esas fotos del AVE y el aeropuerto y los autobuses en este libro. A ver.

En cuanto a la modernidad, Sevilla cambia, por supuesto. Las fotos que acabamos de ver muestran múltiples aspectos de una ciudad ajena al lugar común y a lo de siempre. O mas bien añadida, o complementaria, o paralela, debíamos decir, sin que por eso desaparezca lo otro. Faltaría mas. Mientras las fichas de dominó siguen golpeando en la mesa con chasquidos idénticos a los de hace cien años o el imaginero talla su imagen con la paciencia y el arte de toda la vida, los cambios se producen bajo la piel, porque el mundo continúa su camino. Tarde o temprano las cosas afloran a la superficie. Cambian. La señora que acude cada mañana a la plaza lleva ahora un teléfono móvil en el bolso, en el aula de la Universidad, en la biblioteca y en el museo hay chicos que sueñan con cambiar su ciudad y el mundo, las librerías renuevan sus estantes, el cibercafé extiende sus redes invisibles por el universo, y las peripatéticas de la Alameda llevan, posiblemente, implantes de silicona en el lugar adecuado. Por los puentes entre pasado, presente y futuro, Sevilla circula como todo el mundo. Con normalidad, claro. Faltaría mas. Cada cosa es cada cosa. Pero a su ritmo. Tampoco se engañen ustedes. La grúa que se ve en la foto de la Giralda no está allí para cambiar el panorama, sino para que este siga siendo el mismo. En Sevilla, cada cosa también es cada cosa. Pero ojo. En Sevilla.

Por tenerlo todo dentro, como dice mi compadre Juan Eslava Galán, Sevilla tiene hasta sus propios contrarios, en esa dualidad que tanto impresiona cuando uno reflexiona sobre ella. Dos ciudades, una a cada lado del río. Dos vírgenes. Dos cristos. Dos equipos de fútbol. Hasta para las confrontaciones, como ven, la ciudad se basta y se sobra sola. Ella y su circunstancia, o sea, ella y ella. Mejor con mayúscula: Ella. Y es curioso que buena parte de las conversaciones que el oído atento sorprende por la calle, en el bar, en la cafetería, giren en torno a esa confrontación interna: la Semana Santa, la misa en tal o cual iglesia, la cuestión de este o aquel barrio, el fútbol. Sobre todo éste ultimo: Betis y Sevilla. Y eso de las confrontaciones no es en absoluto anecdótico. Para muchos sevillanos constituye el motor imprescindible que logra la cuadratura local del círculo. Un motor para seguir estando inmóvil. Que agota el debate en sí mismo. En familia. Entre su propia gente. En el discurso interno autosuficiente que caracteriza la vida en la cuidad, cualquier prestigio, cualquier confirmación, cualquier certificado de existencia, se apoya en la pertenencia a algo enfrentado a otro algo: cofradía, hermandad, equipo. Etcétera. Si uno cumple con Sevilla sosteniendo la parte de la ciudad que le toca en el reparto de la vida que le correspondió al nacer (aquí todo esta predeterminado, o casi, desde que se nace sevillano), uno salva su alma. Su esencia. Luego de discutir con el opuesto de uno mismo, entre iguales, el sevillano puede mostrarse ignorante e insolidario con el resto del planeta, que no pasa nada. A fin de cuentas, en palabras de aquel torero famoso, es Sevilla la que está donde tiene que estar. Lo demás pilla muy lejos.

Autosuficiente, ojo, hasta en la manera de ganarse la vida. Que es, más que un arte, una ciencia sevillana. No se dejen engañar por eso del turismo. Ni hablar. Los guiris son el plus. Sevilla vive de sí misma. Cuando recorres sus calles y te sientas en una terraza a observar la fauna y la flora, siempre llegas con Antonio Burgos a la conclusión de que en esta ciudad muchísima gente vive de cosas de las que seria imposible vivir en otra parte. Y así, uno se pregunta a veces, muy en serio, de qué diablos viven los sevillanos. Que alguien me lo explique, si puede. Oficios que en otras ciudades no darían ni para comprarse el periódico, aquí son casi rentables. O sin el casi. Y respetados. Vendedores de lotería, limpiabotas, gorrillas, albañiles a los que nunca ves poner un ladrillo, quiosqueros, pequeños comerciantes, zapateros remendones, bordadoras, artesanos de oficios extinguidos en otras ciudades. En las fotos de este libro aparecen por aquí y por allá, como secundarios o protagonistas, unos cuantos de ellos. Nadie se busca la vida en una ciudad como un sevillano en la suya. Como esos tipos maduros, trajeados y con zapatos gastados, que entran en los bares, charlan dignamente con clientes a los que parecen conocer de toda la vida, y les venden desde un mechero a un cigarro habano antes de ir al bar de al lado con la calderilla sonándole en el bolsillo. Gente así. El sevillano cuida esas especies rara amenazadas de extinción con especial ternura, de forma casi inconsciente, porque son suyas. Porque intuye que sin todo eso, también la ciudad dejaria de existir. Sevilla constituye la variopinta reserva ecológica de sí misma.

Y en fin. Observando las fotografías que acabamos de ver me preguntaba qué llegaría a ser esta bellísima ciudad si pensara más en sus propios museos y bibliotecas y dejara de narcisear satisfecha, ensimismada en su barroco reflejo. Si se volviera abierta al mundo, lúcida e inteligente, con la cultura como estandarte. Me refiero a la cultura con mayúscula, naturalmente. La de verdad. La que va mas allá de los límites y los barrios y las fronteras, las espadañas y sus correspondientes retablos, la Giralda, la tapa en el bar Tal o Cual, las cofradías de Semana Santa, el carnet de este o aquel equipo de fútbol. Pero esa sería otra Sevilla, claro. Y este sería otro libro.

'Sevilla, 24 horas', 5 de julio de 2004 (Premio Romero Murube de ABC, 2004)

viernes, 31 de octubre de 2014

Te entreví bajo la niebla



Te entreví bajo el velo de la niebla otoñal, odalisca de los sueños furtivos del serrallo. Te entreví de madrugada, cuando el manto de las nubes bajas escondía tus perfiles de vieja dama cansada y componía el gesto de adolescente pizpireta dispuesta a entregarse por primera vez. Te entreví en las calles desiertas, en las farolas encendidas como tachones de luz amarilla que impugnan el abrazo oscuro de la noche negra, en los autos que rodaban con sus faros potentes señalando con sus haces el camino de vuelta, en los grupos desperdigados que apuraban la madrugada Debiéndola directamente a tragos de los vasos sin fin, en la rotunda sombra jactanciosa asomada al río de pez. Te entreví en un beso ardiente y húmedo en medio de la calle, los dos enamorados parando el reloj a su alrededor, en los ojos distraídos de ella que seguían mis pasos por la acera sin sorpresa ni tampoco interés, acaso con un deje de desdén, nunca hastío, puede que aburrimiento. Un aburrimiento como si de repente todo el otoño se hubiera echado abajo de los almanaques y estuviera paseando por la calle Adriano frente a los escaparates de las tiendas que ya cerraron, los bares de trasnoche que todavía seguían abiertos y los portales silenciosos.

Te entreví de madrugada mientras la neblina caía con su leve muselina de plata sobre las azoteas, los puentes, los bancos ajados, los raíles del tranvía, las papeleras a medio vaciar, los bordillos argentinos, los escaparates desbaratados, las flores marchitas del balcón donde las golondrinas volvieron su nido a colgar, los camiones de basura insólitamente veloces, los termómetros a los que a esa hora nadie dedica ni siquiera una mirada, una cuadrilla de barrenderos a los que les pilla el relente de obsidiana. Allí estabas, como una novia que espera su día, amortajada de luna y vino, estrenando vestido blanco o, al menos, a mí me lo parecía. Te entreví curiosa e impertinente mientras cruzaba tus avenidas silenciosas, te entreví soñolienta de madrugada cuando el aire se agitaba bajo el peso de las nubéculas juguetonas a ras de suelo. Te entreví desnuda y fría como un cadáver de negrura exquisita por esas calles antiguas del barrio de Santa Cruz que componen el mejor viaje del mundo, según lord Hugh Thomas.

Jugabas a ser poseída cuando eres tú la dominante de este juego masoquista en que nos consumimos los dos. Te entretenías en dejar señuelos, pistas falsas para que nadie supiera de ti, disfrazándote de rato en rato divertida con la inconsciencia, revistiendo de modernidad, de locura o de lo que tocara entonces los achaques de la edad. Por eso me deleito con verte así, inerme y trémula de madrugada, delicadamente entregada a la primera neblina de otoño que borra toda memoria de lo que un día fuimos. Te entreví, Sevilla, y ya no estabas.

martes, 14 de octubre de 2014

Velázquez. José Camón Aznar



Traemos, por su interés, hasta esta página el artículo publicado por don José Camón Aznar, crítico de arte e historiador, en el diario ABC en abril de 1960, sobre la figura y la obra del gran pintor sevillano.

Celebráremos en este año de 1960 un glorioso centenario: el de la muerte: de Velázquez. Esperarnos que su conmemoración sea fecunda en estudios sobre este gran artista, cuya obra —y cuya vida, en lo que tiene de previsible— podemos decir que conocemos con bastante firmeza. Pero cuya definición estética sé; halla indecisa por el contraste —que ya comentaremos— entre su pintura, asentada en el sosiego, y el siglo que le rodea, rebosante de ímpetus barrocos. En un adelanto a estos estudios, podemos decir que no hay artista –con excepción de d Goya y de Picasso— del que sea más difícil una síntesis. Carece de una asignación estilística que pueda enmarcar a su pintura. Su vida es una perpetua superación. Cada cuadro es un problema que él resuelve avanzando un paso más en la línea de su estética. Arranca de un tenebrismo afín a su época.  Y enseguida, con fabuloso poder creacional, se va desgajando de esas formas elaboradas, con materia sólida y con rayos metálicos, y las superficies se ablandan y vaporizan, esponjadas de aire luces.

Uno de los misterios de Velázquez radica en esa sensación de normalidad que dan sus criaturas, en esa tan cristalina claridad de sus formas que nos permiten acceder, sin esfuerzo, a todos los rincones de sus cuadros y a la vez, en esa disolución de las concretas superficies en espumas de brillos y de temblores cromáticos.

No se ha valorado el gigantesco esfuerzo de imaginación que supone La diafanidad de su arte. Ninguna pintura como esta, tan transparente y al mismo tiempo tan tensa. Sus lienzos, sin recodos ni trascendencias, totalmente conclusos, tersos como un agua y, sin embargo, pletóricos de problemas, adivinándose tras su lámina tan entregada, una. bullente inquietud creadora, una pasión por llevar la pintura a unos límites de los que, en algunos aspectos, ya no ha podido pasar. Nos entrega la- gracia de una facilidad tras, de la que sólo desde nuestros días podemos intuir cómo ha consumido todos los campos de la pintura tradicional, con qué denodada voluntad ha reincidido en ese esfuerzo por liberar a las formas de la materia que las encarna. Y lo ha conseguido con tal radical perfección, que si desapareciera toda la pintura, desde su época, hasta nuestros días, Manet podría enlazar con él, sin torsión de estilo, sino más bien con la regresión que lleva siempre consigo un discípulo menos dotado que el maestro. No es el genio del desdén el que preside su obra, sino el del amor hacia las cosas que quedan detrás de su pincel  espiritualizadas y trascendidas en luz.

No hay en su obra partes muertas, superficies que signifiquen una concesión al elemento neutro de los se¬res. Todo es activo, vibrante, transmuta¬do en reflejo. Según nos vamos acercando a sus lienzos, sus cosas se van haciendo más informes hasta convertirse en pinceladas desunidas. La llamada –con un tópico más– gama fría de Velázquez, la motiva el que de sus obras está ausente el color natural. Sus tonos son todos irreales: plata, salmón, rojos sin densidad y que admiten, como en el retrato de Inocencio X, todas las modulaciones de la fantasía, azules sin agua y sin cielo, verdes ausentes de praderío, manchas incesantes de una cosa que nada sugiere, ocres sin referencias vivas, grises del lienzo que no ha sido cubierto, un conjunto de cromos, en fin. completamente alejados de los naturales. Velázquez maneja unos colores que pueden ser disueltos en la luz, desafectados de la materia. Que no están sujetos substancialmente a las cosas que revelan para que, así, las formas se rehagan en sus reflejos. Tiene que emplear por esto unos colores inventados, casi translúcidos, sin pesantez ni grosor. Colores que puedan aplicarse a las cosas, sugeridos por la luz y por la perspectiva, no por el específico cromatismo de esos temas. Pocas veces los colores en el lienzo se hallan más desvinculados de las cosas que encarnan. Y esta artificialidad no está proyectada, como en la pintura de hoy, para abstraer y negar la realidad, sino al revés, para hacerla más presente y más transmisible, no en ella misma, sino en su doble pictórico.

Porque otro de los lugares comunes más repetidos, es el del realismo de Velázquez, considerando a sus obras como un espejo. Cuando sus cuadros son los más vaciados de naturalismo, los que exponen las más mentales, creados con luces de taller y genialidad imaginativa. Pero si no copian la realidad, sí parece que se hallan insertos en sus leyes vitales, en el gran aliento que crea las formas naturales. Y por eso su, criaturas producen esa impresión de vida autónoma, de poderosa presencia actuante que no tendrían si las pinceladas de Velázquez se ajustaran al plano sensorial de las cosas. Nada más alejado de la verdad inmediata que la pintura de Velázquez; toda ella fraguada en el pensamiento y consiguiendo los más pungentes efectos naturales con las formas más despojadas de materia y de crudeza realista. Esta es la magia de esta pintura elaborada con grises de estudio, con colores sin riego de sangre y que efigia unas criaturas que se sostienen tan corpóreas y eficientes como las que viven a nuestro lado.

No es de extrañar la soledad de este genio, pues una hazaña tan puramente creacional, y al mismo tiempo tan humana y normal, sólo la ha realizado Velázquez.  Los que han  querido crear unas formas vaciadas en la Idea, como David; han producido bellezas heladas y marmóreas. Pero Velázquez ha  conseguido el milagro de aunar unos pigmentos desarraigados de  la clorofila natural, con unos relieves que   se mantienen erguidos y fraternos frente a nosotros. Velázquez  arranca  siempre de  una potencia creadora que modifica todo el panorama pictórico tradicional, y en muchos aspectos –como  el impresionista– genera el moderno.

En este sentido, podemos decir que su pintura es intemporal. Como todos los auténticos genios, su obra no sólo permanece en la historia, sino que puede provocar incesantes renacimientos. Siempre que el arte quiera sublimar la realidad, consignarla eludiendo su torpor material, su impermeabilidad a la luz –al espíritu– tendrá que arrancar de premisas velazqueñas. De esos sueltos golpes de pincel con los cuales se deposita en el lienzo una gota de brillo y de emoción. Al abrir las superficies en poros de luz ha abierto también todo el horizonte del subjetivismo moderno. Y con esta desmaterialización, con este dejar reducida las cosas a alusiones cromáticas, crea las formas más enteras y corpóreas, las que atraviesan la retina y se aposentan en el alma.
Hasta Velázquez la espiritualidad de las formas procedía de su "argumento", de su poder representativo. Tras, las imágenes se extendía todo el horizonte mitológico o cristiano que en ellas se encarnaba. Pero con Velázquez estas formas, por sí mismas, por la pura calidad de su plasmación, por su jugo mental, por su móvil fluencia a todos los tránsitos, tienen valor, espiritual, con independencia del tema a que se adscriban. Reyes y bufones consiguen inspirar la misma emoción admirativa. Que no sólo es a la maestría del pintor, sino a esas manchas entreabiertas a la luz y al espíritu. Y este hacer hervir la materia en la llama fría de la abstracción sólo lo consigue Velázquez después de un proceso, de gradual desratización.

Los avances son continuos. Desde 1626 ya en cada lienzo la materia se advierte más fragante y lábil, hasta llegar a ese delgado final en que los destellos se distancian y entrecruzan sin cuidarse de cubrir –también el Greco llega a este extremo– la tela del fondo. El aleteo de los reflejos no podía llegar a más. Las formas se vacían de materia opaca y Velázquez entrega al mundo unas posibilidades de expresión, de las que estamos sacando ahora las últimas consecuencias.

La realidad arraiga con su pintura en el alma. Y en este tránsito, que es el de su evolución artística, cada paso justifica y condiciona el siguiente. He aquí la imagen eterna del clasicismo. Unas formas perennes en su estructura, inmunes a toda frívola presión del exterior, estables en el sosiego y reposo del arquetipo. Y a la vez aptas para ser transidas por las atmósferas y apetitos más vitales de la naturaleza.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Imagen de una Sevilla dorada. Enriqueta Vila Vilar*



La serie de leyendas que envuelven el nombre de la Torre del Oro y los escasos datos que sobre él existen hace que los historiadores no se pongan de acuerdo de donde le viene esa denominación a nuestro bello y emblemático monumento almohade. La mayoría piensa que se refiere a su cometido como depósito para albergar el oro que llegaba de América, pero las opiniones más documentadas se inclinan a que es simplemente la traducción de su nombre árabe que indicaba el reflejo dorado que arrojaba al río por su revestimiento de azulejos.  A la vista de la escasa verosimilitud de ambas hipótesis se me ocurre que en la actualidad se debería cerrar esta polémica con una realidad indiscutible: desde la terraza de la Torre del Oro se puede contemplar por la noche una ciudad dorada, totalmente dorada, lo que ya de por sí lo justifica. Una vista inédita que permite una panorámica de la ciudad cercana e inalcanzable a la vez, mucho más tangible que la amplísima y lejana de la Giralda, que últimamente han querido “democratizar”.

La otra noche tuve el privilegio de estar un rato en su terraza almenada invitada por la Fundación Nao Victoria para conmemorar la llegada a Sevilla de Juan Sebastián Elcano y los pocos hombres que lo acompañaban después de la proeza de dar la primera vuelta al mundo. Tras subir los empinados noventa y dos escalones de la Torre, amorosamente cuidada por la Armada,  pude contemplar la ciudad desde distintos ángulos, cada uno de los cuales hubiera sido imposible reproducir en ninguna postal. Creo que no hay otro encuadre en el que se pueda disfrutar de la belleza de la mole gótica de la Catedral y de la Giralda como una explosión de luz cegadora y espléndida; ni una vista de la torre de la Iglesia de Santa Ana, donde el albero de su pintura y el brillo de sus azulejos se confunden en un dorado indescriptible; ni una imagen del Puente de Triana en la que el marrón oscuro del hierro se convierte, por el reflejo luminoso del agua, en un oro viejo como el de los retablos barrocos; ni un río brillante en el que se vuelca la ciudad entera por un lado y otro de la Torre como si de un crucero mágico se tratara; ni una calle Betis que se contrae o se agranda según desde que almena la contemples…Un goce para los sentidos muy difícil de describir, que ofrece una imagen de Sevilla, no por irreal, menos bella.

Y mientras reflexionaba sobre nuestra realidad actual y el panorama deslumbrante que tenía ante los ojos, pensaba también,  probablemente influida por la conmemoración que se celebraba, que esa ciudad dorada existió una vez sin necesidad de luces: cuando la catedral se levantaba a la vista de los sevillanos y la plata de Indias permitía a sus propietarios labrarse en ella suntuosos enterramientos; cuando la Iglesia de Santa Ana, albergaba la rica cofradía de San Pedro Mártir en la que los armadores, maestres y cómitres rivalizaban en darle lustre; cuando del río, en lugar de embarcaciones que ahora llevan a los turistas hasta la  esclusa y poco más, podían zarpar navíos que cruzaban el Atlántico y volvían cargados de riquezas y cuando la calle Betis, en lugar de un sitio en el que se alinean un bar tras otro, estaba llena de marineros, carpinteros de ribera, toneleros, y hombres de mar que habían convertido a Triana en una ciudad pre-industrial. Una ciudad dorada por su actividad, su cosmopolitismo, su riqueza económica e intelectual

Una ciudad que perdimos como los cielos del querido Joaquín Romero Murube, y que de ser la más importante de Europa se ha convertido en una de las últimas de España. Pero los sevillanos somos responsables de la herencia histórica recibida y no podemos consentir que esa ciudad dorada que todavía es posible recrear por las noches desde un lugar estratégico, se apague del todo cuando las escasas reservas energéticas acaben con la imagen iluminada. Debemos volver la vista atrás para, entre todos, diseñar un futuro que si no puede ser dorado, al menos sea esperanzador y justo.


*De la Real Academia Sevillana de Buenas Letras

lunes, 15 de septiembre de 2014

Juan Ramón Jiménez y Sevilla. Rogelio Reyes



Una de las más grandes emociones que he sentido en mi vida está asociada a Juan Ramón Jiménez y a Sevilla. Ocurrió en los primeros días de junio de 1958. Yo tenía entonces diecisiete años. Era la mañana del Corpus, nubes de incienso, olores de campo y claridades de plata antigua. La ciudad rezumaba sus vie¬jos aromas del tiempo detenido en la memoria, preludio de un verano de espigas y racimos en ciernes que la historia repite año tras años como un ritual mágico. El cuerpo de Juan Ramón, que pocos días antes había muerto en Puerto Rico, pasaba por la ciu¬dad, junto al de Zenobia, camino de su definitivo reposo en su tierra de Moguer. Tras el cristal de su ataúd, bajo las altas bóve¬das de la Iglesia de la Universidad, muy cerca de la tumba de Bécquer, el poeta parecía levemente dormido. Su rostro no tras¬lucía la menor nota fúnebre; sólo una acogedora y contagiosa sensación de paz que a mí, entonces un modestísimo estudiante de Comunes de Filosofía y Letras, me produjo una impresión que no he olvidado nunca. Juan Ramón, rendido su viaje de "deste¬rrado verdadero" de "tres mundos" y su impenitente discurrir por la Poesía ( "Amor y poesía cada día"), cumplida ya su "Obra en marcha", la pasión de su vida, había alcanzado al fin su deseada plenitud. Se había parado para siempre su peregrinar por aquella órbita de Goethe ( "Como el astro, sin precipitación y sin descan¬so") por la que había transitado sin desmayo a lo largo de más de setenta años. Se iba el poeta pero quedaba su obra, al fin conclui¬da por imperativos del tiempo, el único capaz de poner coto a su compulsión creadora y recreadora. Como es lógico, en aquel mo¬mento yo no pude darme cuenta cabal de lo que aquella visión del poeta dormido iba a marcar en el futuro mi pasión por su obra. Pero hoy, casi cincuenta años después, me considero afor¬tunado por haber vivido aquella feliz experiencia.

Si doy comienzo a mi intervención con este episodio juvenil es porque aquella presencia de Juan Ramón, ya muerto, en la Sevilla de fines de los cincuenta cerraba una larga e intensa relación de vida entre Juan Ramón y la ciudad andaluza. Aquí vivió años cruciales de su adolescencia y primera juventud que forjaron su personalidad de hombre. La visitó después muchas veces. Quiso convertirla en la capital lírica de España, y en ella deseó vivir sus últimos años en un proyectado viaje de retomo a su patria que nunca se consumó pero del que se conservan bastantes pruebas documentales.

Introducción al trabajo de Rogelio Reyes "Juan Ramón Jiménez en la Sevilla de fin de siglo. Entre Bécquer y el florklorismo científico", leído en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras.

domingo, 17 de agosto de 2014

Conocimiento integrado y aplicado. Antonio Montero Alcaide



Por más que sus detractores se empeñen en restar valor a los resultados del Programa Internacional de Evaluación de Alumnos (PISA), de la OCDE, lo cierto es que cada presentación de sus resultados acapara interés y ocupa tiempos y páginas en los medios de comunicación. Entre los argumentos que se manejan para cuestionar el alcance de este programa, figura una genérica alusión a que "PISA mide lo que mide", poco más o menos como si la lectura, las ciencias, las matemáticas o la resolución de problemas –ámbitos propios de PISA– tuviesen una entidad menor en lugar de instrumental. Y además, se evalúan considerando, de manera principal, la aplicación de los conocimientos adquiridos, por lo que tampoco caben argumentos que pongan en solfa la naturaleza de las preguntas formuladas.

Pues bien, tras hacerse públicos los resultados de matemáticas y lectura, en pruebas realizadas por ordenador, se ha acentuado una clave de especial interés: el cambio en los métodos de enseñanza, con una perspectiva centrada en la adquisición de competencias educativas que permitan, entre otras cosas, resolver problemas cotidianos pero complejos de la vida ordinaria. De ahí que algunas claves, como estas cuatro que siguen, pueden estimarse en el análisis y el debate.

En primer término, las competencias educativas son conocimientos. Tal vez parezca una obviedad, pero es que no resulta infrecuente atribuir tal rango, el de conocimientos, sólo a aquellos sostenidos en el cuerpo teórico de las disciplinas, de las asignaturas. Cuando las competencias, sin invalidar en modo alguno la adquisición de conocimientos, subrayan dos aspectos principales: su carácter integrado y aplicado. Es decir, las competencias requieren conocimientos disciplinares, sin duda, pero éstos se acompañan de destrezas, estrategias, habilidades, actitudes y otros recursos que, adecuadamente integrados, permiten aplicar los conocimientos. Y, por ello, hay que abrir un proceso de enseñanza más que asentado en tres fases: explicación del profesor, memorización del alumno, demostración del conocimiento disciplinar en pruebas.

¿Se resta con ello valor al papel del profesor, a la utilidad de la memoria o a la validez de las pruebas? Pues no, sino que se subraya la necesidad de favorecer situaciones de enseñanza y de aprendizaje centradas en actividades didácticas que permitan, asimismo, destrezas y estrategias de razonamiento, de comprensión, de deducción, de inferencia y tantas otras con las que el conocimiento adquiere valor por su uso aplicado.

Por tanto, y aquí va una segunda idea, la adquisición de las competencias educativas es una cuestión central de la enseñanza, sobre todo obligatoria. De modo que para nada son recomendables los "entrenamientos", la "enseñanza para el examen", porque las competencias no se adquieren mediante la realización ocasional de actividades que precisen la aplicación del conocimiento, sino que son la razón del ser de las actividades cotidianas de enseñanza, con esa perspectiva del conocimiento aplicado -que no replicado y olvidado a poco que transcurran pocos días desde la realización de una prueba-.

Ítem más, la adquisición de las competencias por el alumnado requiere un liderazgo compartido. La investigación en torno a los sistemas educativos eficaces avala que sólo la enseñanza en clase influye más sobre el aprendizaje que el liderazgo educativo. Por lo que no sólo se precisan directores eficientes, que formulen altas expectativas de resultados y generen disposiciones para la mejora continua en los centros, sino un desarrollo profesional de los docentes, una implicación decidida en la mejora de sus prácticas. De tal forma que interactúen liderazgo directivo y liderazgo docente en una cultura extendida del liderazgo, para redundar en la mejora de los logros de los centros. Porque también es evidente que los alumnos que no avanzan con rapidez durante sus primeros años de escolaridad, por no estar expuestos a docentes de suficiente calidad, tienen escasas posibilidades de recuperar los años perdidos.

Y una última clave guarda relación con la diferencia entre rendimiento y valor añadido. En el primer caso, se trata de un producto final, que da cuenta de los resultados en un momento determinado. Mientras que el valor añadido subraya la diferencia, favorable o desfavorable, entre los logros esperados en función del nivel inicial de los alumnos y los realmente obtenidos por estos. En definitiva, los centros pueden y deben aportar valor, esa es su contribución peculiar, al alcance de los resultados que obtienen, tanto si los niveles iniciales del alumnado son altos o bajos, porque se trata de incrementar, como efecto de las prácticas educativas del centro, los logros de los estudiantes. Al cabo, si el valor añadido de las competencias es hacer del conocimiento un saber aplicado, el de los centros es hacer de los alumnos personas competentes.

sábado, 9 de agosto de 2014

¿Hay que cambiar de aires? Julio Martínez Velasco



Hay que salir de vacaciones porque Sevilla se queda sola. Sí, en recuerdo de la copla que dramatizaron y popularizaron nuestros paisanos los hermanos Machado, “La Lola se va a los puertos, la Isla se queda sola” brindo, ciertas consideraciones, situando en un plato y otro de la imaginaria  balanza, a Sevilla y la playa.

Qué, se ha puesto usted a leer este libro, harto ya de hacer las maletas y mientras su mujer habla por teléfono con su madre, para despedirse, ¿no? Como si lo adivinara. Once meses pensando en  las vacaciones… Pues ya han llegado, amigo. Y que usted las disfrute con salud, dinero y amor. Pero le convendría ir pensando que si bien es verdad que se va a pasar usted una temporadita sin verle la jeta al jefe, no es menos cierto que en los días festivos caniculares los peatones sevillanos se pueden permitir el millonario lujo de pasear por las calles como lo hacían nuestros abuelos cuando eran jóvenes, caminando mientras se conversa a media voz, sin ser turbados por “claxons”, empujones, pedigüeños y demás molestias callejeras, porque en esos días Sevilla se desprende de los miles de automóviles que le sobran y se quedan los cabales, permitiendo a los sevillanos ese placer de dioses consistente en tomarse una cerveza fría con unos calamares calientes, a sus anchas, al contrario que en las playas, donde en una barra atestada de sedientos chamuscados, uno tiene que engullirse la cerveza caliente y los calamares fríos. Hasta hay barrios en Sevilla que viajan en el túnel del tiempo, hacia una estación sita medio siglo atrás, en la que vuelven los niños a jugar en  la plaza de Pilatos o en Santa María la Blanca, o remontando panderos por La Barqueta.

Que sí, amigo, que pasar las vacaciones en Sevilla nos permite dormir la siesta de nueve de la mañana a nueve de la noche y pasarlo bien  con la fresquita, esa camarera de la cafetería que debe de ser prima hermana de La Dolores.

Lo dicho: que se vayan el Lolo y la Lola a los Puertos y a nuestra Sevilla que nos la dejen sola. Y, por favor, que se vayan en moto, para poder disfrutar plenamente de la extraña sensación que nos produce el silencio en los oídos.


De su libro Allí ve Sevilla. Guadalturia Ediciones
                                                                                     

Una historia vivida. Ángel Vela



La herida mortal que se le infringe al río sevillano, al famoso Guadalquivir de oro del negocio de las nuevas tierras americanas, va a marcar  decisivamente las señas de identidad de la ciudad. Y aquella Triana capaz de competir incluso con la potencia que tenía enfrente, marinera en su esencia, devota fiel del caudal que lo mismo la acariciaba que la azotaba cuando vertía en ella la sobrecarga que traía sobre sus lomos; aquel arrabal de barrios entregado a mil faenas desde su orilla o en el mismo seno fluvial, que enseñaba el arte de la navegación, que parió para el mar a grandes navegantes y al marinero con mejor vista del mundo… cayó en picado. Muerto el río se esfumó su vocación marinera para siempre.

La fuerza de la tradición evitó el desánimo y los trianeros tomaron a la dársena que quedó como una avenida para jugar en ella y para imaginar en su lámina calma, con un lustre también en decadencia, el esplendor del pasado. Y hasta podía olvidarse de que el río ya no lo era a pesar de que la herida abierta estaba ahí mismo, a escasa distancia del puente. Y en ese estado se celebran cada julio los festejos de la Velá de Santa Ana como si nada hubiera ocurrido.

Los pescadores lanzaban sus anzuelos con la misma afición; el pescado en adobo mantenía sus fieles en las tabernas de la punta del viejo Puerto Camaronero; los muchachos continuaban lanzándose al agua volando sin rozar las barandillas del puente y seguían bañándose desde el primer ataque solar sin temores higiénicos y, desde el primer día del programa, la cucaña extendía su palo ensebado sobre el que la costumbre trataba de mantener el equilibrio y llegar al premio de la ilusión. Y todo ello con idénticas competiciones de remo, de nado o de carreras a brazo partido detrás de un pato salvaje de la Isla o de un cerdo tan terco como resbaladizo. La fiesta más antigua de Sevilla se resistía a perder su atractivo de siglos, más aún en las manos de la última generación de trianeros en estado puro.

Introducción a su libro Triana y su Velá en los tiempos modernos Guadalturia Ediciones

El verano. Luis Cernuda



Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro brillante, y abajo, en torno de la fuente, estaban agrupadas las matas floridas de adelfas y azaleas. Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar.

(De “El tiempo”. Ocnos)


En los largos atardeceres del verano subíamos a la azotea. Sobre los ladrillos cubiertos de verdín, entre las barandas y paredones encalados, allá en un rincón, estaba el jazminero, con sus ramas oscuras cubiertas de menudas corolas blancas, junto a la enredadera, que a esa hora abría sus campanillas azules.
El sol poniente encendía apenas con toques de oro y carmín los bordes de unas frágiles nubes blancas que descansaban sobre el horizonte de los tejados. Caprichoso, con formas irregulares, se perfilaba el panorama de arcos, galerías y terrazas: blanco laberinto manchado aquí o allá de colores puros, y donde a veces una cuerda de ropa tendida flotaba henchida por el aire con una insinuación marina.
Poco a poco la copa del cielo se iba llenando de un azul oscuro, por el que nadaban, tal copos de nieve, las estrellas. De codos en la barandilla, era grato sentir la caricia de la brisa. Y el perfume de la dama de noche, que comenzaba a despertar su denso aroma nocturno, llegaba turbador, como el deseo que emana de un cuerpo joven, próximo en la tiniebla estival.


(De “Atardecer”. Ocnos)

El segundo pregón era al mediodía, en el verano. La vela estaba echada sobre el patio, manteniendo la casa en fresca penumbra. La puerta entornada de la calle apenas dejaba penetrar en el zaguán un eco de la luz. Sonaba el agua de la fuente adormecida bajo su corona de hojas verdes. [...] Y de pronto, tras de las puertas, desde la calle llena de sol, venía dejoso, tal la queja que arranca el goce, el grito de «¡Los pejerreyes!» [...] Había en aquel grito un fulgor súbito de luz escarlata y dorada, como el relámpago que cruza la penumbra de un acuario, que recorría la piel con repentino escalofrío. El mundo, tras detenerse un momento, seguía luego  girando suavemente, girando.

(De “Pregones”. Ocnos)

Selección de textos extraídos del trabajo PASEANDO CON ALBANIO

La luz no usada. María Sanz


El hecho de nacer extramuros de Sevilla es menos triste si, como en mi caso, sucede frente a los Jardines de Murillo, una referencia tanto propia como poética. Tuve el privilegio de ver la luz primera, una luz no usada, cerca de la Bab-Yahwar, hoy Puerta de la Carne, y tal deslumbramiento permanece todavía   impreso en la memoria.
Ya Luis Cernuda, en su libro “Ocnos”, nos dice que “hay destinos humanos ligados con un lugar o con un paisaje. Allí, en aquel jardín, sentado al borde de una fuente, soñaste un día la vida como embeleso inagotable. La amplitud del cielo te acuciaba a la acción; el alentar de las flores, las hojas y las aguas, a gozar sin remordimientos”. Para mí, ese destino comenzó en unos jardines llamados de Murillo y de Catalina de Ribera, en sus rincones bellísimos, en su atmósfera de serenidad tan maltratada desde hace tiempo, y para los que debe reclamarse siempre la mayor de las atenciones. En su día, constituyeron el motivo de un libro, en el que quise describir los momentos infantiles y adolescentes de alguien que, como yo, los había vivido dentro de aquel escenario natural.
En la morada de la luz que es Sevilla, qué mejor que un paseo para sentirla, para soñarla en unas horas de sol al lado de Albanio. Este tiempo tiene el raro privilegio de ser visto con la transparencia de cuanto se ama, porque mis ojos y los suyos abren un cielo de par en par, las esferas que la ciudad reserva para sus elegidos. Este paseo, como el de mi niñez, se puede seguir dando sin distinguir su profana rendición al azul de aquella otra, lírica y recogida en su altura de tapiz estrellado. Aún es visible aquella atmósfera, el gozo aislado y juvenil que se acrecienta cuando esa luz cabe en el silencio de la ciudad tan nuestra, tan celosa de muchas miradas, pero que siempre será creíble por sus lentos atardeceres, por tantas realidades como deseos que se transforman, con Albanio-Luis, en espejo de gracia y armonía.
Pero quienes no han nacido para la contemplación, para la abstracción entre aromas y colores, para el gozo sensorial de lugares como los Jardines de Murillo, son los protagonistas principales de su deterioro, de la ruina progresiva que tanto afecta a los que nos sentimos herederos por derecho propio de tan idílico lugar sevillano. Así, la visión actual de los Jardines no es para mí totalmente exacta si no la paso a través de aquella primera claridad, inefable y pura. Un recorrido por este espacio de la Sevilla íntima, esa que muchos ignoran por cuanto ofrece una perspectiva de recogimiento que son incapaces de reconocer, tiene la mejor de las compensaciones: el sentirse inmersos dentro de una luminosidad en continua regeneración, participando en el milagro sin pausas de esa plenitud radiante que, tras siglos de existencia, ha conseguido esta ciudad para nosotros.
Hay que seguir contemplando, con esta luz no usada, todas las bellezas de  una Sevilla que es templo de delectación, zafiro magno.  Ninguna primavera sabe abrir sus mañanas, ruborosas entre los alminares, si no es bendecida por el rito de las esencias que oficiaron los siglos en su búsqueda. Y también las noches transcurren al compás de lo eterno, mientras sus rincones apuntan hacia cales sagradas, angosturas sin fin que desprenden un plateado silencio sobre el mítico helor con que bruñen cada madrugada.
Siempre se nos entregará la luz antes de que los trinos la confundan con el coro de las hojas, después de un lento bautismo de resina más allá de los engarces arbolados. Bastará simplemente con descorrer las tinieblas y entonar el azul, como un cántico solo entre tantos avatares de mansedumbres, claridad rasgada como un velo de rara turmalina. Porque con tal resplandor quién no es capaz de contenerse en su cáliz alzado, clavel maravilloso del misterio, fuente donde rebosan espumas de azahares encendiendo una ciudad tan consagrada como sus primaveras de rubíes en suave floración, como la transparencia de una vida que siempre soñamos  estrenar.

Puede que exista. Juan Carretero



De las tinieblas del amanecer de los tiempos salió el Mar Azul y avanzó tierra adentro; iba buscando la luz, la luz que le faltaba y necesitaba y, ya en la campiña, se encontró con un río luminoso que el radiante sol teñía de rosa sus aguas corrientes. Embelesado, el Mar Azul a las Aguas Rosas, que alegres y sonoras en busca de su destino iban, requiebra y ellas, las Aguas Rosas, arreboladas, se sienten enamoradas y el amor gesta Azul y Rosa … y en las verdes riberas, cobijada entre naranjos, ella rompe sus aguas de verdes esperanzas llenas y nace … bañada de luz y de cielo azul.
     Luego, los hombres de la plata en el poblado lacustre hincaron cimientos de arte  y en Híspalis tesoros de oro y plata dejaron. “Hasta Híspalis suben grandes barcos …” dice Estrabón. Cuando Julio Cesar, hace más de dos mil años, llegó a  Híspalis, cautivado, la tomó para sí y la protegió y engrandeció y la llamó Iulia Rómula – la pequeña Roma, la Nueva Roma. Y hace mil años, el Rey Almutamid al abandonar llorando Isbiliya  no lo hacía porque había perdido su reino sino por no poder seguir viviendo en su amada ciudad. Murió en el exilio con Sevilla en los labios, evocándola, deseándola, lamentando que lo que había sido su vida, su realidad, ahora, en las postrimerías, era un deseo inalcanzable.
     Hace más de setecientos años, cuando el rey Fernando III, acampado en las afueras de Sevilla, divisaba la ciudad rodeada de olivos y naranjos y entre los que sobresalían edificios monumentales – descollando una esbelta torre que en las plácidas noches del estío se ruborizaba al recibir la luz de la luna llena – quedó tan prendado  que el deseo de ganarla para sí le llevó a hacerle llegar a los musulmanes el mensaje de “ … que si tocaban un solo ladrillo de la Giralda mataría a todos los habitantes de la ciudad”. Su deseo se convirtió en realidad. Al entrar en Sevilla comprobó cómo la ciudad supuesta y deseada que en sus largos días de asedio había imaginado respondía con creces a todas sus aspiraciones, y la amó. Sevilla lo conquistó. En ella vivió hasta su muerte.
      Esa Sevilla que a tantos ha embrujado existe … sigue existiendo?.  Aquella Sevilla – “¡oh, gran Sevilla, Roma triunfante en ánimo y riqueza ¡”-  mantiene todavía ese rasgo genuino.  Esa Sevilla de la estirpe de plata tartésica, efigie del arte, compendio de la poesía, romana y mora y castellana y cristiana tiene, o conserva aun, ese atractivo arcano que a tantos sedujo?
     Puede que no. Puede que sea un deseo con el que algunos sevillanos nacemos. Puede que sea solo en la imaginación, en los sueños, donde exista esa divina ciudad. Quizá sea irreal pero en la inconsciente búsqueda de la belleza mi espíritu la crea y, al contemplarla, la recrea y el síndrome stendhaliano me invade entonces y me domina y sumerge en un bello aturdimiento.  Es ella, Sevilla, la que no existe como yo la quiero o, tal vez, sea yo el que no existe como debiera?
    Puede que no exista, que no sea real … o  puede que sí, que exista y que aun mantiene esa señal peculiar  y que incluso sin buscarla te  encuentres con ella, con su misterio, sucede … sucedió cuando paseaba en una tarde larga, callada, que moría; la luna redonda y clara se asomaba por encima del tejado de un convento y a las tejas ocres las teñía de plata. El intenso calor del día estival en la lánguida tarde se iba diluyendo y del río venía con la marea alta una brisa con leves recuerdos marinos que te sonreía y al rostro refrescaba. La calle, a esa hora desierta, recogía el silencio monacal que del convento emanaba quebrado, levemente, por el aleteo de los vencejos que aprovechando la suave brisa que se había instalado por ella se deslizaban piando, piando … al cabo, cansados ya de tanto bailar por el cielo azul en los canalones del tejado del convento se van cobijando. Desaparece el murmullo de los pájaros y en la tarde-noche de reflejos cárdenos se impuso un silencio absoluto pleno de armonía que estancó al tiempo e inundó mi espíritu y lo hizo intemporal y lo elevó como pluma mecida por la brisa amable …. ¡!! niiiiña, los jazmines ¡!! tal el silbido de una saeta de la calleja cercana, in crescendo, llegó el pregón blanco de una gitanilla morena que en bandeja de lata moñas de jazmines llevaba en negro alfiler engarzados y soliviantó el reposo de los vencejos que protestaron formando un guirigay de trinos y revoloteos. La  lejanía del pregón trajo de nuevo el silencio sedante y al pasar por la casa noble del patio, ya umbrío, me llegó el perfume de la “dama de noche” que también había salido a pasear y, envuelto en el silencio aromático, escondido entre la realidad y el deseo estaba, allí estaba el duende que, tal espíritu errante, había estado buscando donde vivir eternamente y aquí se quedó,  allí estaba el duende – ese encanto misterioso e inefable que con su presencia eleva a sublime lo que prosaico y común es – allí estaba el duende inmortal de Sevilla, tenue, sutil, vaporoso pero latente y palpable.
     Porque Sevilla, como todas las ciudades, es el resultado de la acción de sus moradores, de la acción material y espiritual de sus habitantes y, como ellos, tiene cuerpo y alma. La idea, el concepto, el carácter y el genio peculiares que se ha forjado a través de miles de años y de civilizaciones varias – el genius loci – que engloba tanto lo material monumental como lo espiritual personal aquí, influido quizá por la luz y el cielo azul, adquiere un matiz diferenciador y se convierte en algo distinto, en algo tocado de sublimidad y trascendencia, en algo intangible, difícil de aprehender, evanescente, en un misterioso encanto que recorre la ciudad como un duende, que no se le ve pero que está presente como el tiempo en la vida; que no se palpa pero se siente, como el amor; que no se le oye llegar porque está siempre entre nosotros, visible unas veces escondido entre la realidad y el deseo otras.
     Sí, ahora, yo sé que existe esa ciudad deseada y amada, esa ciudad donde el duende habita y como buena madre que es por sus hijos vela y por ello todos los años les recuerda Aquello que el Amor genera y llega el Viernes y empieza la noche sublime y hace que por ti pase, callado, El Silencio. Pasa el Silencio. El silencio no pasa se queda y en tu alma fría se queda inquiriéndote por qué no contestas  a la llamada Del Silencio. Un año más ante ti pasa El Silencio. Un año más te golpea con la Cruz que por ti soporta en silencio. Y tú en silencio … Pero luego, te insiste y no pierde la esperanza y te guía hacia Cuna, donde nació el amor, el amor a Ella. La madrugada terminando estaba y entre las primeras claras unos rayos de sol se colaron y, como deseosos de ver, iluminaron el esbozo de alegría que un rostro divino revelaba porque, aun cansada, a su casa de la Macarena volvía. Cuando el paso se alejaba difuminando su contorno entre las brumas del alba, esos rayos de sol rebotaron en el suelo y en mí se clavaron, iluminándome. Allí estaba. Allí estaba la ciudad deseada que la realidad me daba. Allí estaba la Ciudad transmutando la idolatría en esperanza vital.
     Existe y sigue viva, llena de una energía vital que le permite restañar las heridas que la ignorancia y falta de sensibilidad de algunos  le han producido y sobre las cicatrices dejadas por “aquellos cielos que perdimos” siguen, palpitantes, su luz y su cielo azul,  y sigue siendo musa y, por eso,  cada año “…vuelven las oscuras golondrinas” y en sus picos, prendidas, ramitas del rosal traen para anidar en “un huerto claro donde madura el limonero” y allí germina “el poder mágico que consuela de la vida” y nace entonces, “alada y divina”, la rosa … “no la toques, no la toques ya más que así es la rosa” … la rosa viva de Sevilla.
     Existe y eternamente existirá. Su imagen está viva y plena de vida porque cuando bajas por la calle estrecha hacia la plaza y allí  ves a la torre, enmarcada en un lienzo azul, esbelta y actual, toda de “rosa carne vestida” un cimbronazo recorre tu cuerpo y te zarandea el espíritu y remueve y evoca  las viejas historias vividas, eternizándolas.
     ¡Claro que existe!. Todos los días nace, la misma: ahí aparece, amaneciendo está. El verde mate del olivo bajo se vislumbra con las primeras claras  coronando a la Ciudad que circunda y el verde intenso del naranjo frondoso se despereza y enseña orgulloso sus botones blancos, a punto de reventar. Una campana tempranera tañe; jolgorio de gorriones; se esconde la Luna para que el Sol no la dañe. En la plazoleta la cal ya reverbera en la pared por la que el jazmín trepa y en la fuente un chorro de agua se yergue, inhiesto y, mientras se ducha, canturrea y las gotas rocían  a la verdina que a la fuente rodea,  y el gorrión la picotea.
     ¡Existe, sin duda que existe!. Todos los que la conocen la distinguen por su Luz y su Cielo Azul.  “Estos días azules y este sol de la infancia …”

Las cruces de mayo. Andrés Amorós



Llega ahora a Sevilla la primavera: su gran fiesta barroca, la eterna resurrección de la alegría. Con su belleza nueva, recién estrenada, nos irá llevando hasta el Corpus, hasta la plenitud del verano, cuando se juntan las cruces de la Hermandad y del Arzobispado, bailan con  su grave elegancia los seises (rosa pálido de Velázquez, otra vez)  y la ciudad se empapa de aromas: el azahar, las magnolias, los lirios,   las jacarandas...

Estalla ahora esa alegría popular de las cruces de mayo. Ya Lope de Vega habló de Sevilla como “la ciudad de las fiestas de la cruz más famosas que hay en el mundo”.
En 1923, en un libro titulado Es una novia Sevilla, Muñoz San Román  nos ofrece  la estampa costumbrista de los preparativos de esa fiesta popular:

“Algunos traen de las márgenes del río los grandes haces de ramos de mimbres, naranjos y palmeras; otros, las vistosas y frescas guirnaldas de rosas y claveles, de los huertos; quienes, ofrecen las rameadas colchas y los bordados mantones;  y todos ayudan a componer la hermosa cruz tallada, con los antiguos faroles de hojalata y cristal y las macetas  floridas”.

¿Es esto historia pasada?  No del todo. “Los tiempos mudan las cosas / y perfeccionan las artes”, decía Cervantes, con su sabia ironía. También en Sevilla, muchas cosas se pierden, pero, por privilegio, otras muchas se conservan. Los hombres y mujeres del ordenador y de  los cacharros electrónicos siguen celebrando, como sus bisabuelos, las cruces de mayo.

Las celebran, claro está, a su manera, la sevillana. (Todo se hace en Sevilla, como si no dejara nunca de oirse  la voz de Frank Sinatra, “a mi manera”).  Siguen sonando hoy mismo  las melodías del cancionero popular, con la letra de Salvador Valverde:

“Cruz de mayo sevillana,
cruz de mayo que en mi patio levanté.
¡quién pudiera verte ahora
como la primera vez,
como la primera vez!”...

Alegría y nostalgia:  los dos hilos que, unidos, forman la trama de nuestra biografía... Y se escucha, al fondo, la emocionada despedida de Rafael de León:

“¡Adiós, Sevilla!...
Me dejo de sol un rayo
en mi calleja sin luz
y dejo en mi cruz de mayo
la flor de mi  juventud”.

Son estas flores efímeras, las de cualquier belleza humana, las que dejan “el agua olorosa / rosada que más vale”, como sintió, hace muchos siglos,  el rabino español don Sem Tob...

Del libro Esta luz de Sevilla…

Defensa de la lectura. Fernando Ortiz



Alguna que otra vez, he sido invitado a una mesa redonda en un Instituto de Enseñanza Media para que hablara del libro y la lectura. Casi todos los años, coincidiendo con el día del libro, los escritores solemos recibir invitaciones de este tipo. Se trata de hablar a chicos muy jóvenes, casi niños, de las posibles ventajas de la lectura. Hablar a un público que habita en ese territorio enigmático y movedizo que llamamos adolescencia es harto difícil. Elogiar la lectura en una época en la que cada día se lee menos y más superficialmente tampoco es cosa baladí. Recuerdo que, hace decenios, el Ministerio de Cultura lanzó la calle una campaña de promoción del libro y la lectura con un presupuesto económico nada escaso. Esta campaña fue muy criticada por numerosos escritores, editores, libreros y otros personas relacionadas con el mundo del libro. De las muchas críticas que leí y escuché me pareció de una gran lucidez la de Francisco Umbral: “tratar de persuadir a un adulto, que tiene ya sus aficiones y sus costumbres hechas, a que lea, es muy difícil; es más, es absurdo tratar de inculcar a un adulto una costumbre”. En cuanto a los jóvenes, pienso yo que no basta el consejo de que lean. Hay que persuadirles con razones convincentes. Y este tema es el que más me ha preocupado siempre que he asistido a un acto como el que aludí al comienzo de estas líneas.

Supongo yo que, en primer lugar, hay que plantearse una cuestión previa: ¿para que sirve la lectura? Sirve para muchas cosas. La lectura nos hace más cultos. Es decir: a través de ella vamos a ser capaces de interpretar mejor la realidad que nos rodea. La lectura fomenta nuestro sentido crítico, y por eso nos hace más libres. Hablo, naturalmente, de la libertad interior, una libertad que, en caso de que no exista, de poco van a valernos que se nos reconozcan formalmente en la Constitución todas las libertades del mundo. Si no sabemos conducir un automóvil, peligroso asunto puede ser el que nos regalen un permiso de conducir. Naturalmente que existen otros medios de formarse e informarse además de la lectura. Una conversación o un buen programa de televisión nos podrían servir de ejemplo. Pero la lectura es insustituible. Hoy por hoy, la tradición cultural de Occidente -que es una tradición distinta a otras, porque desde Grecia incluye como supuesto básico la crítica- está pensada para el libro y contenida en el mismo. No niego yo que llegue el día en el que la Crítica de la razón pura de Kant pueda representarse con toda propiedad y lujo de matices en un video. Pero ese día sin duda aún no ha llegado.

Algo que nos hace más críticos y libres es algo que, a su vez, ensancha nuestras perspectivas en todos los sentidos. Algo que va a aumentar nuestra capacidad de goce, y también nuestra capacidad de sufrimiento. Ya lo dijo -naturalmente, en un libro- un gran poeta contemporáneo de nuestra lengua, el nicaragüense Rubén Darío: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura, porque esa ya no siente, / pues no hay dolor mas grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”. Y no he citado un poema al azar. Leer, como decía, nos puede formar e informar. Pero leer buena literatura cumple estas funciones de una manera ejemplar. Mientras leemos buena literatura dejamos en suspenso nuestras ideas para aceptar, siquiera sea durante el acto de la lectura, las ideas del autor en el que estamos inmersos. Esto es así porque la buena literatura habla al fondo común de todos los hombres, sin excepción de razas, credos ni fronteras. Para emocionarnos con los sonetos de Quevedo no tenemos porque tener una ideología contrarreformista, ni hay que ser creyente para deleitarse con la poesía de San Juan de la Cruz. Leer, por eso, nos vuelve más tolerantes, ya que nos hace capaces de disfrutar con las palabras del otro. De alguien al que sabemos radicalmente diferente a nosotros. Creo yo que esta es la razón última por la que los regímenes autoritarios han solido instaurar siempre una severa censura en lo que a los libros se refiere.

Pero, ¿como inculcar a los jóvenes el habito de la lectura? En esto, yo fui afortunado. En mi casa se leía bastante y había una buena biblioteca. Así que empecé a leer de niño y, naturalmente, lo sigo haciendo ahora. Quiero decir que aquí, como en tantas otras cosas, un ambiente adecuado es sumamente importante en años de formación. Que en casa y en la escuela haya una buena biblioteca lo considero decisivo. Pero no menos decisivo es que dejen leer al niño aquello que le apetezca: novelas de aventuras, tebeos y, cuando se inicie su interés, literatura erótica. Si el niño lee lo que realmente le gusta, pronto adquirirá el hábito de la lectura.

Una vez adquirido este hábito, lo demás vendrá con los años. Al crecer le irán  interesando otros temas, se irán ampliando sus intereses -deber de los educadores es, también, fomentar esta natural tendencia del muchacho- y buscara en los libros muchas respuestas a los interrogantes que el mismo se formula: las buscará en ese hábito de la lectura que ya adquirió y que ha venido a convertirse en algo inseparable de su vida. Aprenderá un día que los libros son con frecuencia decepcionantes. Pero ese día probablemente sepa también que no con menor frecuencia suelen decepcionarnos los hombres y la propia vida. 

¿A qué hora cierra la Feria?. Antonio Montero Alcaide



En esta ocasión, mientras viaja en el AVE –metáfora sublimada del tren de la Bruja, ya no se devana con las pesquisas y estrategias empresariales de las que debe aleccionar a los directivos en Sevilla, sino que acude, aunque por primera vez, a una invitación expresa de éstos para que conozca la Feria y, de paso, pueda cerrar algún acuerdo de alcance. Por eso tiene menos ajetreo de llamadas y papeles en el vagón de preferente y repara en que Andalucía se anuncia con una cohorte de luces nuevas que dan regocijo a los campos y magnitud a las sierras. 
Y aunque tiene noticias de que esto de la Feria es una celebración gozosa de la fiesta, no acaba de entender cómo puede dedicarse una semana a tal bullicio sin hacer dejación de la faena. Que el parecer de los tópicos es tanto más consistente cuanto menos conocida la realidad a que se aplican, por no referir la intencionalidad de los prejuicios o lo fácil que pueden predisponerse unos y otros, tópicos y prejuicios, por la deriva, sí, de reírle las gracias al más pintado.

Por lo pronto, llega sobre las tres a Sevilla porque las mañanas, primera refutación del tópico, son para el trabajo… de quien lo tenga. Y, ya en el Real, ante la ordenada prestancia de las casetas y las estrenadas liturgias de la acogida, se percata de un protocolo cuidado, aunque parezca espontáneo, por el que discurren las cosas como es debido y la ocasión lo procura. Sin orden del día expreso, ha saludado a muchos otros empresarios y clientes, ha entrevisto posibilidades de negocio y se ha desenvuelto con una complicidad desconocida, entre una ronda y otra de manzanilla, que no está acostumbrado a beber, y el esmero de una cocina bien a propósito. Cuando avanza la tarde y las vigorosas luces de la mañana ya se remansan con el crepúsculo abierto en el Aljarafe, pide que le acompañen a dar un paseo por el Real antes de tomar el último tren de vuelta. Entonces constata que está ante una ciudad efímera pero resuelta a ser eso, ciudad entre lonetas y farolillos, una ciudad en estado de excepción,  pero sin más inquietud para el orden público, ni más razón de alarma, que la expansión del ánimo en una revuelta por sevillanas o la inarmónica y abigarrada confabulación del ruido.

Sin mirar el reloj, se sorprende con el alumbrado y la nueva cadencia de la Feria, hecha a los ritmos de la jornada y a la sucesión de los días y las noches. Así que, resuelto como si tomara una decisión importante para su empresa, ha pedido que le busquen un hotel cercano y pregunta a qué hora cierra la Feria

Dos mundos. Juan Manuel Albendea



Cuando esta noche, en el campo de feria se haga la ciudad de la luz, los sevillanos estrenarán, un año más, su accidental domicilio. Siempre se estrena algo en la caseta: las lonas, la cornucopia, las cortinas, los farolillos, los carteles, la marca del fino o de la manzanilla, el cuadro flamenco, los consocios..., y sobre todo se estrena el espíritu con que cada uno va a vivir este año la feria. Cuando cada uno cuente la feria según le ha ido, advertirá que la de este año no tuvo nada que ver con la del año anterior. La magia de la feria estriba precisamente en la improvisación, en la sorpresa que te depara cada día.

 Aquel encuentro deseado para el amor, para la presunción social, cuando no para el ejercicio del tráfico de influencias, y que nunca llega a producirse, o el encuentro no deseado, inesquivable, que se te mete de rondón en la caseta, y que no consigues eludir. Todas las pasiones, las, buenas y las malas, igual que en la ciudad permanente, se dan cita en la ciudad efímera. Sin duda, acentuadas, espoleadas por el alcohol y el baile. Sin embargo, no se llega nunca a perder las formas.

El sevillano sabe beber y es difícil advertir en la feria la presencia de un borracho. Ese es un mundo, el del ferial, el de Los Remedios. El otro, se alberga en el barrio de El Arenal, y su corazón está en la plaza de toros de la Real Maestranza. Cada vez aparecen más distanciados, no sólo cronológicamente, sino también vivencialmente. Cuando comience la feria, ya se habrán celebrado nueve corridas de toros. Vivir el mundo de los toros y el mundo de la feria cada vez es más difícil.

El famoso paseo de caballos, que hace 30 años cobraba animación al mediodía, hoy alcanza su esplendor a las cuatro de la tarde. La cercanía de El Prado de San Sebastián a la Maestranza, permitía agotar el disfrute de la fiesta hasta casi el toque de los clarines. Hoy, ya no es posible. Además, la relación, población y aforo de la plaza, se ha alterado sustancialmente. Encontrar hoy una entrada para los toros resulta una tarea de titanes. La reventa multiplica por cuatro, o por cinco el precio de taquilla. Y parece, que este es asunto que la autoridad no está dispuesta a erradicar.

Además a los toros en Sevilla se va de forma distinta a otras plazas. No se puede ir con prisa. No cabe imaginar llegar a la Maestranza en metro . A los toros en Sevilla se va con unción, pues el sevillano tiene muy claro que a los toros no va uno a divertirse sino a emocionarse. Este mundo trasciende de lo que ocurre en la plaza, y todas las tabernas de El Arenal se convierten en ágora de los juicios dogmáticos, de las exaltaciones y de las descalificaciones. El día en que hubiera consenso en las tabernas de El Arenal, entonaríamos el réquiem del mundo de los toros. De igual forma que si el mundo del ferial dejara de sorprendernos cada día.