viernes, 31 de octubre de 2014

Te entreví bajo la niebla



Te entreví bajo el velo de la niebla otoñal, odalisca de los sueños furtivos del serrallo. Te entreví de madrugada, cuando el manto de las nubes bajas escondía tus perfiles de vieja dama cansada y componía el gesto de adolescente pizpireta dispuesta a entregarse por primera vez. Te entreví en las calles desiertas, en las farolas encendidas como tachones de luz amarilla que impugnan el abrazo oscuro de la noche negra, en los autos que rodaban con sus faros potentes señalando con sus haces el camino de vuelta, en los grupos desperdigados que apuraban la madrugada Debiéndola directamente a tragos de los vasos sin fin, en la rotunda sombra jactanciosa asomada al río de pez. Te entreví en un beso ardiente y húmedo en medio de la calle, los dos enamorados parando el reloj a su alrededor, en los ojos distraídos de ella que seguían mis pasos por la acera sin sorpresa ni tampoco interés, acaso con un deje de desdén, nunca hastío, puede que aburrimiento. Un aburrimiento como si de repente todo el otoño se hubiera echado abajo de los almanaques y estuviera paseando por la calle Adriano frente a los escaparates de las tiendas que ya cerraron, los bares de trasnoche que todavía seguían abiertos y los portales silenciosos.

Te entreví de madrugada mientras la neblina caía con su leve muselina de plata sobre las azoteas, los puentes, los bancos ajados, los raíles del tranvía, las papeleras a medio vaciar, los bordillos argentinos, los escaparates desbaratados, las flores marchitas del balcón donde las golondrinas volvieron su nido a colgar, los camiones de basura insólitamente veloces, los termómetros a los que a esa hora nadie dedica ni siquiera una mirada, una cuadrilla de barrenderos a los que les pilla el relente de obsidiana. Allí estabas, como una novia que espera su día, amortajada de luna y vino, estrenando vestido blanco o, al menos, a mí me lo parecía. Te entreví curiosa e impertinente mientras cruzaba tus avenidas silenciosas, te entreví soñolienta de madrugada cuando el aire se agitaba bajo el peso de las nubéculas juguetonas a ras de suelo. Te entreví desnuda y fría como un cadáver de negrura exquisita por esas calles antiguas del barrio de Santa Cruz que componen el mejor viaje del mundo, según lord Hugh Thomas.

Jugabas a ser poseída cuando eres tú la dominante de este juego masoquista en que nos consumimos los dos. Te entretenías en dejar señuelos, pistas falsas para que nadie supiera de ti, disfrazándote de rato en rato divertida con la inconsciencia, revistiendo de modernidad, de locura o de lo que tocara entonces los achaques de la edad. Por eso me deleito con verte así, inerme y trémula de madrugada, delicadamente entregada a la primera neblina de otoño que borra toda memoria de lo que un día fuimos. Te entreví, Sevilla, y ya no estabas.

martes, 14 de octubre de 2014

Velázquez. José Camón Aznar



Traemos, por su interés, hasta esta página el artículo publicado por don José Camón Aznar, crítico de arte e historiador, en el diario ABC en abril de 1960, sobre la figura y la obra del gran pintor sevillano.

Celebráremos en este año de 1960 un glorioso centenario: el de la muerte: de Velázquez. Esperarnos que su conmemoración sea fecunda en estudios sobre este gran artista, cuya obra —y cuya vida, en lo que tiene de previsible— podemos decir que conocemos con bastante firmeza. Pero cuya definición estética sé; halla indecisa por el contraste —que ya comentaremos— entre su pintura, asentada en el sosiego, y el siglo que le rodea, rebosante de ímpetus barrocos. En un adelanto a estos estudios, podemos decir que no hay artista –con excepción de d Goya y de Picasso— del que sea más difícil una síntesis. Carece de una asignación estilística que pueda enmarcar a su pintura. Su vida es una perpetua superación. Cada cuadro es un problema que él resuelve avanzando un paso más en la línea de su estética. Arranca de un tenebrismo afín a su época.  Y enseguida, con fabuloso poder creacional, se va desgajando de esas formas elaboradas, con materia sólida y con rayos metálicos, y las superficies se ablandan y vaporizan, esponjadas de aire luces.

Uno de los misterios de Velázquez radica en esa sensación de normalidad que dan sus criaturas, en esa tan cristalina claridad de sus formas que nos permiten acceder, sin esfuerzo, a todos los rincones de sus cuadros y a la vez, en esa disolución de las concretas superficies en espumas de brillos y de temblores cromáticos.

No se ha valorado el gigantesco esfuerzo de imaginación que supone La diafanidad de su arte. Ninguna pintura como esta, tan transparente y al mismo tiempo tan tensa. Sus lienzos, sin recodos ni trascendencias, totalmente conclusos, tersos como un agua y, sin embargo, pletóricos de problemas, adivinándose tras su lámina tan entregada, una. bullente inquietud creadora, una pasión por llevar la pintura a unos límites de los que, en algunos aspectos, ya no ha podido pasar. Nos entrega la- gracia de una facilidad tras, de la que sólo desde nuestros días podemos intuir cómo ha consumido todos los campos de la pintura tradicional, con qué denodada voluntad ha reincidido en ese esfuerzo por liberar a las formas de la materia que las encarna. Y lo ha conseguido con tal radical perfección, que si desapareciera toda la pintura, desde su época, hasta nuestros días, Manet podría enlazar con él, sin torsión de estilo, sino más bien con la regresión que lleva siempre consigo un discípulo menos dotado que el maestro. No es el genio del desdén el que preside su obra, sino el del amor hacia las cosas que quedan detrás de su pincel  espiritualizadas y trascendidas en luz.

No hay en su obra partes muertas, superficies que signifiquen una concesión al elemento neutro de los se¬res. Todo es activo, vibrante, transmuta¬do en reflejo. Según nos vamos acercando a sus lienzos, sus cosas se van haciendo más informes hasta convertirse en pinceladas desunidas. La llamada –con un tópico más– gama fría de Velázquez, la motiva el que de sus obras está ausente el color natural. Sus tonos son todos irreales: plata, salmón, rojos sin densidad y que admiten, como en el retrato de Inocencio X, todas las modulaciones de la fantasía, azules sin agua y sin cielo, verdes ausentes de praderío, manchas incesantes de una cosa que nada sugiere, ocres sin referencias vivas, grises del lienzo que no ha sido cubierto, un conjunto de cromos, en fin. completamente alejados de los naturales. Velázquez maneja unos colores que pueden ser disueltos en la luz, desafectados de la materia. Que no están sujetos substancialmente a las cosas que revelan para que, así, las formas se rehagan en sus reflejos. Tiene que emplear por esto unos colores inventados, casi translúcidos, sin pesantez ni grosor. Colores que puedan aplicarse a las cosas, sugeridos por la luz y por la perspectiva, no por el específico cromatismo de esos temas. Pocas veces los colores en el lienzo se hallan más desvinculados de las cosas que encarnan. Y esta artificialidad no está proyectada, como en la pintura de hoy, para abstraer y negar la realidad, sino al revés, para hacerla más presente y más transmisible, no en ella misma, sino en su doble pictórico.

Porque otro de los lugares comunes más repetidos, es el del realismo de Velázquez, considerando a sus obras como un espejo. Cuando sus cuadros son los más vaciados de naturalismo, los que exponen las más mentales, creados con luces de taller y genialidad imaginativa. Pero si no copian la realidad, sí parece que se hallan insertos en sus leyes vitales, en el gran aliento que crea las formas naturales. Y por eso su, criaturas producen esa impresión de vida autónoma, de poderosa presencia actuante que no tendrían si las pinceladas de Velázquez se ajustaran al plano sensorial de las cosas. Nada más alejado de la verdad inmediata que la pintura de Velázquez; toda ella fraguada en el pensamiento y consiguiendo los más pungentes efectos naturales con las formas más despojadas de materia y de crudeza realista. Esta es la magia de esta pintura elaborada con grises de estudio, con colores sin riego de sangre y que efigia unas criaturas que se sostienen tan corpóreas y eficientes como las que viven a nuestro lado.

No es de extrañar la soledad de este genio, pues una hazaña tan puramente creacional, y al mismo tiempo tan humana y normal, sólo la ha realizado Velázquez.  Los que han  querido crear unas formas vaciadas en la Idea, como David; han producido bellezas heladas y marmóreas. Pero Velázquez ha  conseguido el milagro de aunar unos pigmentos desarraigados de  la clorofila natural, con unos relieves que   se mantienen erguidos y fraternos frente a nosotros. Velázquez  arranca  siempre de  una potencia creadora que modifica todo el panorama pictórico tradicional, y en muchos aspectos –como  el impresionista– genera el moderno.

En este sentido, podemos decir que su pintura es intemporal. Como todos los auténticos genios, su obra no sólo permanece en la historia, sino que puede provocar incesantes renacimientos. Siempre que el arte quiera sublimar la realidad, consignarla eludiendo su torpor material, su impermeabilidad a la luz –al espíritu– tendrá que arrancar de premisas velazqueñas. De esos sueltos golpes de pincel con los cuales se deposita en el lienzo una gota de brillo y de emoción. Al abrir las superficies en poros de luz ha abierto también todo el horizonte del subjetivismo moderno. Y con esta desmaterialización, con este dejar reducida las cosas a alusiones cromáticas, crea las formas más enteras y corpóreas, las que atraviesan la retina y se aposentan en el alma.
Hasta Velázquez la espiritualidad de las formas procedía de su "argumento", de su poder representativo. Tras, las imágenes se extendía todo el horizonte mitológico o cristiano que en ellas se encarnaba. Pero con Velázquez estas formas, por sí mismas, por la pura calidad de su plasmación, por su jugo mental, por su móvil fluencia a todos los tránsitos, tienen valor, espiritual, con independencia del tema a que se adscriban. Reyes y bufones consiguen inspirar la misma emoción admirativa. Que no sólo es a la maestría del pintor, sino a esas manchas entreabiertas a la luz y al espíritu. Y este hacer hervir la materia en la llama fría de la abstracción sólo lo consigue Velázquez después de un proceso, de gradual desratización.

Los avances son continuos. Desde 1626 ya en cada lienzo la materia se advierte más fragante y lábil, hasta llegar a ese delgado final en que los destellos se distancian y entrecruzan sin cuidarse de cubrir –también el Greco llega a este extremo– la tela del fondo. El aleteo de los reflejos no podía llegar a más. Las formas se vacían de materia opaca y Velázquez entrega al mundo unas posibilidades de expresión, de las que estamos sacando ahora las últimas consecuencias.

La realidad arraiga con su pintura en el alma. Y en este tránsito, que es el de su evolución artística, cada paso justifica y condiciona el siguiente. He aquí la imagen eterna del clasicismo. Unas formas perennes en su estructura, inmunes a toda frívola presión del exterior, estables en el sosiego y reposo del arquetipo. Y a la vez aptas para ser transidas por las atmósferas y apetitos más vitales de la naturaleza.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Imagen de una Sevilla dorada. Enriqueta Vila Vilar*



La serie de leyendas que envuelven el nombre de la Torre del Oro y los escasos datos que sobre él existen hace que los historiadores no se pongan de acuerdo de donde le viene esa denominación a nuestro bello y emblemático monumento almohade. La mayoría piensa que se refiere a su cometido como depósito para albergar el oro que llegaba de América, pero las opiniones más documentadas se inclinan a que es simplemente la traducción de su nombre árabe que indicaba el reflejo dorado que arrojaba al río por su revestimiento de azulejos.  A la vista de la escasa verosimilitud de ambas hipótesis se me ocurre que en la actualidad se debería cerrar esta polémica con una realidad indiscutible: desde la terraza de la Torre del Oro se puede contemplar por la noche una ciudad dorada, totalmente dorada, lo que ya de por sí lo justifica. Una vista inédita que permite una panorámica de la ciudad cercana e inalcanzable a la vez, mucho más tangible que la amplísima y lejana de la Giralda, que últimamente han querido “democratizar”.

La otra noche tuve el privilegio de estar un rato en su terraza almenada invitada por la Fundación Nao Victoria para conmemorar la llegada a Sevilla de Juan Sebastián Elcano y los pocos hombres que lo acompañaban después de la proeza de dar la primera vuelta al mundo. Tras subir los empinados noventa y dos escalones de la Torre, amorosamente cuidada por la Armada,  pude contemplar la ciudad desde distintos ángulos, cada uno de los cuales hubiera sido imposible reproducir en ninguna postal. Creo que no hay otro encuadre en el que se pueda disfrutar de la belleza de la mole gótica de la Catedral y de la Giralda como una explosión de luz cegadora y espléndida; ni una vista de la torre de la Iglesia de Santa Ana, donde el albero de su pintura y el brillo de sus azulejos se confunden en un dorado indescriptible; ni una imagen del Puente de Triana en la que el marrón oscuro del hierro se convierte, por el reflejo luminoso del agua, en un oro viejo como el de los retablos barrocos; ni un río brillante en el que se vuelca la ciudad entera por un lado y otro de la Torre como si de un crucero mágico se tratara; ni una calle Betis que se contrae o se agranda según desde que almena la contemples…Un goce para los sentidos muy difícil de describir, que ofrece una imagen de Sevilla, no por irreal, menos bella.

Y mientras reflexionaba sobre nuestra realidad actual y el panorama deslumbrante que tenía ante los ojos, pensaba también,  probablemente influida por la conmemoración que se celebraba, que esa ciudad dorada existió una vez sin necesidad de luces: cuando la catedral se levantaba a la vista de los sevillanos y la plata de Indias permitía a sus propietarios labrarse en ella suntuosos enterramientos; cuando la Iglesia de Santa Ana, albergaba la rica cofradía de San Pedro Mártir en la que los armadores, maestres y cómitres rivalizaban en darle lustre; cuando del río, en lugar de embarcaciones que ahora llevan a los turistas hasta la  esclusa y poco más, podían zarpar navíos que cruzaban el Atlántico y volvían cargados de riquezas y cuando la calle Betis, en lugar de un sitio en el que se alinean un bar tras otro, estaba llena de marineros, carpinteros de ribera, toneleros, y hombres de mar que habían convertido a Triana en una ciudad pre-industrial. Una ciudad dorada por su actividad, su cosmopolitismo, su riqueza económica e intelectual

Una ciudad que perdimos como los cielos del querido Joaquín Romero Murube, y que de ser la más importante de Europa se ha convertido en una de las últimas de España. Pero los sevillanos somos responsables de la herencia histórica recibida y no podemos consentir que esa ciudad dorada que todavía es posible recrear por las noches desde un lugar estratégico, se apague del todo cuando las escasas reservas energéticas acaben con la imagen iluminada. Debemos volver la vista atrás para, entre todos, diseñar un futuro que si no puede ser dorado, al menos sea esperanzador y justo.


*De la Real Academia Sevillana de Buenas Letras