sábado, 31 de enero de 2015

El mejor viaje del mundo


Me despierta el sonido de los gorriones revoloteando en la enredadera de la casa donde me alojo. Este es un sonido que ya no se oye en Inglaterra, porque en los últimos veinte años los gorriones han desaparecido (se han marchado a un hogar más alegre, a Sevilla, supongo).

Me dispongo a salir hacia el Archivo de las Indias. Dejo mi habitación a las nueve en punto, a tiempo de aprovechar la frescura de la mañana que, en días de calor, siempre es un placer. Entro en la preciosa plaza de la calle Santa María la Blanca, con su iglesia blanca del siglo XV que solía ser una sinagoga y cuyos mejores cuadros creo que fueron robados por Napoleón. Queda una «Última Cena» atribuida con mucha oposición a Murillo. Ahora la plaza está llena de cafeterías que están siendo limpiadas en este momento y a duras penas consigue sobrevivir a las enormes multitudes de turistas que pasean por ella como en un sueño. Sobre la acera se amontonan grandes cajas de naranjas.

Giro a la derecha a poca distancia de lo que solía ser la Puerta de la Carne, el mercado de la carne, cuando las murallas de la ciudad discurrían por ahí. Esto también se encuentra nada más pasar la panadería llamada Doncellas, donde uno puede comprar pan con un sinfín de formas y también esa torta sevillana tan especial conocida como regañá. Una vez hice lo imposible para asegurarme de que mantenía una de ellas intacta pese a mi viaje a casa en avión. Acto seguido, tuerzo al pasar la popular cafetería Modesto, que ahora ocupa ambos lados de la pequeña calle que conduce a los Jardines de Murillo, y luego sigo andando a la derecha por la plaza de los Refinadores, que recibe su nombre del gremio de los refinadores de metales y en la que me alojé en una ocasión y vi la melancólica figura del ex presidente de México, López Portillo, que había comprado un edificio allí.

En el centro de la plaza se encuentra una estatua de Don Juan del siglo XIX. Entre las palmeras, custodiadas por geranios y rosas, se ven colegiales que escuchan la pequeña charla de una monja. ¿Qué les puede estar diciendo sobre el más famoso de los réprobos? Sin molestarme en escuchar, avanzo por una calle llamada Mezquita, que debo suponer que una vez condujo a una mezquita, y a renglón seguido me encuentro en la bonita plaza de Santa Cruz, que fue creada, como la mayor parte de este barrio de Santa Cruz, que es como se llama, con motivo de la gran exposición de 1929. En su centro se yergue orgullosamente una bellísima cruz de hierro forjado. Murillo fue enterrado aquí. En la esquina noroeste, encontramos un famoso restaurante al que he acudido en varias ocasiones con amigos ilustres, entre los que se incluyen el ahora legendario Isaiah Berlin. Me viene a la memoria un excelente libro de memorias de José María Pemán, autor español de la generación de la Guerra Civil, titulado Mis almuerzos con gente importante. Las palomas calman los nervios de los viajeros, pero enfurecen a los dueños de las casas.

Allí se encuentra una placita llamada Alfaro, que era el apellido de un capitán que luego fue mercader, a quien Cortés pagó 11 ducados por viajar al Nuevo Mundo por primera vez. Más adelante, Alfaro envió productos y armamento para ayudar a Cortés en su gran conquista. Estoy convencido de que en algún lugar del Archivo de Indias o del Archivo de los Protocolos de Sevilla existe un documento que proporcionará la clave sobre la razón por la cual Alfaro se mostró tan cordial con el conquistador de México. Creo realmente que lo descubriré algún día. Una calle cubierta de jazmín conduce al Hospital de los Venerables, que solía ser un sanatorio para frailes enfermos, pero que hoy en día es un centro de exposiciones de primera categoría. Otra calle llamada Pimienta debe recordar una época en la que los mercaderes de especias tenían su propio bazar y la pimienta valía más que su peso en oro. ¿Es cierto que Catalina de Braganza compró pimienta por valor de medio millón de libras como regalo para el Rey inglés Carlos II?

Voy andando por una calle que ahora se llama Agua y que la primera vez que fui a Sevilla estaba cubierta de jazmín, pero lo han quitado para preservar la antigua muralla que por aquel entonces cubría. Llego al punto en el que la calle Agua dobla una esquina a la derecha para convertirse en la calle Vida y allí se encuentra la casa de uno de los hombres más destacados de la Maestranza de Sevilla, que nos recibió a Carlos Fuentes y a mí hace unos años cuando Carlos anunciaba la nueva temporada taurina y yo lo presenté. Ambos hablábamos en el pequeño y exquisito teatro Lope de Vega. ¡Qué delicia! Dije bueno, esa es otra historia.

Justo al lado hay una plaza llamada de Doña Elvira, que una vez estuvo ocupada en su totalidad por la casa solariega o palacio de la familia Centurión, originaria de Génova y que dominaba el comercio en Sevilla en la década de 1520. Su palacio en Génova se conserva, pero recuerdo que se encuentra un tanto deteriorado. Elvira era la propietaria de un antiguo teatro en el emplazamiento de los Venerables. Allí se me acercó una chica y me dijo: «¿Es usted Hugh Thomas?». «Sí», dije no muy seguro. «¿Y quién eres tú?». «Soy Luisa Einaudi», creo que me dijo, antes de desaparecer.

A continuación llego al exquisito Patio de Banderas, en cuyo centro se realizan excavaciones, quizás en búsqueda de restos romanos, pero está junto al gran palacio del Alcázar que tiene una historia tan larga como la de la propia Sevilla por lo que se podría descubrir cualquier cosa. Carlos V se casó allí. Desde ahí se divisa una magnífica vista, aunque lejana, de la Giralda, la torre desde la que se dice que el muecín, en la época de los árabes, solía llamar a los devotos a la oración.

Un día, hace 11 años, me encontraba en la plaza de Banderas concediendo una entrevista a una señora llamada, sorprendentemente, Alvarado, cuando recibí una llamada de móvil desde Londres en la que me dijeron que Noel Annan, uno de mis mejores amigos, había fallecido.

Deseoso de borrar ese triste recuerdo, llego a la plaza de la catedral. Habían vuelto a embaldosar primorosamente la plaza con pizarra. Me han dicho que los penitentes que están acostumbrados a realizar descalzos este último tramo de su largo camino desde la iglesia de su cofradía hasta la catedral, sienten bajo sus pies que la pizarra está más caliente que las antiguas piedras. Pero, a lo mejor, si sufren más, son más felices.

Me gustaría entrar en la catedral, pero eso me retrasaría demasiado. Evito a un monstruo alto vestido de plata y también pintado de plata, con una lanza y un hacha. Hay un agresor más conocido con forma de vendedor de billetes de lotería. Pasan algunos carros de caballos, elegantes y bien alimentados por lo que parece, y es un placer verlos tan bien cuidados. Un guía turístico alemán se dirige a los que le siguen con un efusivo «Lieber Kinder».

Ya he llegado al Archivo de Indias. En el pasado, me refiero a la década de los noventa del siglo pasado, solía tratar de ser el primero en alcanzar las gradas del magnífico edificio diseñado como lonja por Herrera. Pero siempre me ganaba el gran historiador peruano Lohmann, a quien también solía ver en la antigua sala de lectura redonda de la Biblioteca Británica en Londres. Siempre estaba en el Archivo en primavera porque combinaba su visita anual para que coincidiese con la Semana Santa, en la que participaba con su cofradía, el Buen Fin, y caminaba bajo una capucha a lo largo de los sagrados kilómetros del recorrido durante varias horas. Ahora, desgraciadamente, está muerto. Su espléndido trabajo sobre la familia Espinosa del siglo XVI es su monumento más hermoso y no quiero llegar a ese lugar tan pronto.

Respiro una vez más el exquisito aire de la mañana de Sevilla y entro en esa gran catedral del saber, el Archivo, seguro de que las pequeñas frustraciones de trabajar en cualquier institución moderna desaparecerán pronto en la enorme jungla de documentos antiguos que me rodearán. Pienso pedir que me busquen un legajo inestimable en la sección conocida como Indiferente General legajo 432, donde seguramente encontraré el secreto largo tiempo oculto de López de Alfaro.

jueves, 15 de enero de 2015

Lección de laicismo majadero en el Museo


Ocurrió en el Museo de Bellas Artes una mañana de sábado. Una empresa organizaba una visita guiada para niños, una de las formas de celebrar cumpleaños que ahora están en auge y que, por supuesto, son soluciones a priori mucho mejores que las siempre odiosas hamburgueserías que dejan achicharrados los tímpanos con el griterío continuo en salas de techos bajos. El método es sencillo y plausible. Se eligen varios cuadros representativos de la pinacoteca y se les explica con todo detalle a los niños acompañados por sus padres. Un elevado porcentaje de las obras del Museo de Sevilla es de temática religiosa, como es sabido por haberse nutrido principalmente de la Desamortización. Pongamos, por ejemplo, que la guía eligió en primer lugar El juicio final, de Marten de Vos (1594). La verdad es que siempre sobrecoge la gran boca que engulle a los incautos pecadores, la división entre el cielo y la tierra en una composición de impacto. Los buenos disfrutan arriba y los malos sufren abajo. La guía explica el significado de cada plano, de los personajes, los rasgos del manierismo flamenco y el influjo determinante de las creencias tal como eran concebidas en el siglo XVI. Algunos padres fruncen el ceño cuando la oradora tiene que recurrir a términos como la fe, la Iglesia, los conceptos de cielo e infierno, el pecado, etcétera.

Segundo cuadro. La apoteosis de Santo Tomás de Aquino, de Zurbarán (1631). Otro lienzo con una composición delimitada en varios planos: el celestial y el terrenal. Los niños contemplan a ese señor que vuela sobre personajes que oran. La guía refiere brevemente que se trata de uno de los principales teólogos y explica quiénes son cada uno de los señores que aparecen alrededor. Un niño pregunta por quiénes van al cielo. En este momento hay padres que ya no disimulan su malestar cuando reaparecen conceptos que a una mayoría, por lo que se aprecia, produce urticaria interior y un proceso de estreñimiento facial progresivo. Hay cada vez más aspavientos levemente contenidos.

Tercer cuadro. Una visita al Museo de Bellas Artes de Sevilla tiene que detenerse con especial interés en la obra de Murillo, el pintor de la Virgen, de los ángeles, del azul. En esta ocasión se elige Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosna (1678). El santo ofrece un óbolo a un niño, a un anciano ciego que se lleva la moneda a los ojos para tratar de intuir el valor de la limosna, a un tullido arrodillado, a una madre que recibe la limosna de manos de un pequeño… La guía comenta los planos de luz y sombra, refiere que se trata de un santo limosnero que ha abandonado sus estudios teológicos (representados en unos libros abandonados sobre una mesa) para dedicarse a los más necesitados. Las protestas de la mayoría de padres son ya claramente perceptibles. La guía se siente acorralada, interrumpe su relato con una pregunta marcada tanto por la buena voluntad como por la torpeza: “Perdón, ¿es que ustedes no son creyentes?”. Y se oye en ese momento una negación mayoritaria seguida de voces que amenazan con dejar la visita si se sigue hablando de la Iglesia y de la fe. Como si la guía estuviera pagada por Rouco Varela, a sueldo de los Legionarios de Cristo o en la plantilla de los Heraldos del Evangelio…

Es obvio que no hay que ser creyente para visitar el Museo de Bellas Artes. Ni el Vaticano. Ni ninguna Catedral ni templo de España. La Catedral, por ejemplo, se puede visitar semidesnudo con tal de que se pase por taquilla. Mayor permisividad, imposible. Los cuadros, las obras de arte, se explican en función de lo que representan, del momento en el que fueron pintados y hasta de la trayectoria personal del autor. No hay más. Tratar de visitar el Museo de Bellas Artes de Sevilla dejando la religión aparte es un metafísico imposible, un ejercicio de laicismo majadero en grado supino. A nadie se le pide su conversión al explicársele un cuadro del XVI o del XVII. A nadie había necesidad de preguntarle por su condición o no de creyente, como hizo la guía con su mejor intención pero incurriendo en la trampa.

Quizás es que esos padres confiaban en que Santo Tomás fuera presentado como un trabajador solidario (ojo con decir caridad, término prohibido) en una ONG con sede en varios países; en que el juicio final fuera explicado como un tío que va al dentista a sacarse una muela, y en que el demonio que se traga a los pecadores se presentara en realidad como una estampa del carnaval chino. Quién le iba a decir a alguno que en un sitio como el Museo de Bellas Artes echaría de menos las hamburguesas, los vasos de plástico y esas insípidas tartas de thermomix. Aquel día se pudo celebrar la asamblea constituyente de Majaderos sin Fronteras. Qué oportunidad perdida.