sábado, 16 de abril de 2016

Los retretes de las casetas hablan. Carlos Navarro Antolín




Se hartan de contarnos las claves ocultas de la Feria, de enseñarnos esas trastiendas con orondos cocineros friendo pescado, con feriantes de los de verdad (los de la Calle del Infierno) narrando las peripecias de cada pueblo y las zancadillas que les pegan los ayuntamientos de turno queriendo sacarles lo que no pueden exprimirle a sus propios vecinos con el IBI, que ya lo decía el sabio tabernero del Portón cuando insistía en invitar al café con la tostada de última hora de la mañana.

-No te preocupes que lo tuyo lo va a pagar el guiri que se está comiendo ya la paella.

Pues eso. Que hay ayuntamientos que pretenden que el tío de la Noria, el del Gusano Loco y el de la Barca Vikinga paguen los recibos de la contribución urbana que se despistaron del segundo semestre devengado. Y nos lo cuentan en esos magníficos reportajes de televisión de 24 horas donde la mitad se despelota en una playa y la otra mitad hace el canelo a las ocho de la mañana en un una churrería ambulante próxima a la portada. Mucha trastienda, mucho tratar de enseñar las verdades de la Feria, mucho abrir en canal esta fiesta universal, pero nadie se ha ido a enseñarnos esos retretes de las casetas donde sí que se encuentran las grandes claves, donde se exhiben esas normas de conducta en plan “ahora que no nos ve nadie, va a leer usted detenidamente mientras hace sus cositas cómo debe comportarse, so maleducado”. Y sale uno de allí avergonzado, porque te dicen desde cómo tienes que vestirse hasta la hora tope a la que puede haber menores de 14 años y cochecitos de bebé en la caseta. Lean, lean. Y no es en una caseta, sino en muchas. No se habla de señores, sino de caballeros (con o sin caballo) a los que se les exige atuendo de chaqueta, las zapatillas de deporte están prohibidas (como en el Pachá de Madrid) y a partir de las diez de la noche se recomienda el uso de la corbata. No dice qué tipo de nudo debe lucir (si el nudo de gran tamaño modelo Gregorio Serrano, el nudo distraído modelo Juan Espadas o el nudo triangular que nunca se cae modelo camarero del Aeroclub), pero se deduce que hasta antes de las diez puede usted ir despechugado, como si usted fuera un primer teniente de alcalde en un reciente sepelio, a cuello abierto exhibiendo la pelambrera alta del pecho cual guitarrista ochentero. Y todo esto se entera uno mientras orina, oiga. Pedagogía o conciliación del ocio y el ejercicio de las necesidades básicas. Al salir de ese retrete lo primero que hace uno es mirar el reloj (por si han dado las diez), autoescrutarse y pensar dónde fue la última vez que vio el carrito del niño.

No hay que olvidar esas casetas que para darse importancia colocan en el retrete un frasco de colonia de baño, un peine y una toalla, como si fueran los limpísimos servicios de los caballeros maestrantes de la plaza de toros donde se ofrecen además prismáticos y mullidas almohadillas de válvula. Pero qué cochinos los de esas casetas pretenciosas, qué asco de toalla a partir de media tarde, cuando tienen ya hasta una fauna protegida de bacterias, sabrá Dios la trayectoria de ese peine al que siempre faltan entre dos y cuatro púas. ¿A quién se le ocurre poner toallas en el servicio de una caseta? Si el summum de la falta de higiene lo marcan siempre en Sevilla la bombilla de una cuadra o el servicio de una caseta. Y todo por no poner un rollo de papel higiénico. Ocurre como cuando se modernizaron los canapés que perdimos en la Caseta Municipal, que se oía a cierto alto cargo socialista decir cada día en tono jocoso: “Hay que ver lo que inventa Juliá para no tener que poner jamón”, mientras se zampaba el consabido mini-tomatito con una puntita de anchoa. Pues hay que ver los aires de importancia con los que se camuflan algunos titulares de casetas para no gastarse los euros en rollos de papel. Fíjense en los urinarios de la Feria, auténtica trastienda. Si a las ciudades se les conoce por sus mercados y cementerios, las claves más profundas de muchas casetas están en los servicios. Los retretes de la Feria hablan. Y dan órdenes, vaya si las dan. A las diez, los cuellos cerrados. Y los niños, chupete y a la cuna.

Publicado en: La Caja negra
Diario de Sevilla

viernes, 15 de abril de 2016

El erudito de Feria. Manuel Jesús Roldán


Antoñito entraba en la categoría del pesao ferial, especie superlativa y excesiva del clan de los eruditos

Un mal día de abril, Antoñito el Erudito acompañó a su amigo José Foráneo en su paseo por la Feria. Antoñito entraba en la categoría del pesao ferial, especie superlativa y excesiva del clan de los eruditos. Desde la llegada al Real, su compañía fue una auténtica disertación:

“Mira Pepe, andar por la Feria es una clase de historia de la tauromaquia. Ahí lo tienes. Calle Costillares. Origen del toreo. Uno de los primeros toreros a pie que se conocen. Porque tú sabrás que antaño se toreaba a caballo y que en San Bernardo se toreaba a las reses antes de sacrificarlas. Su propio apodo lo indica. Costillares. En realidad se llamaba José Rodríguez, y quizás sepas que se le atribuye la suerte de matar a volapié...”. Pepe no lo sabía. Como tampoco conocía lo de Pepe Illo. Segunda caseta. “¿Qué no lo sabes? Fue otro de los toreros más destacados del siglo XVIII. Nació en 1754, y fue bautizado en el Salvador. Parece que el apodo Illo, según Thebussen, viene de la deformación de Joselillo. Un torero muy cofrade que llegó a regalar un San José al Baratillo. ¿No lo sabías?”. Claro que no.

Tampoco sabía que en la tercera caseta continuaría el monólogo. “Ricardo Torres Bombita. Un torero nacido en Tomares al que le entró el gusanillo del toro por su hermano Emilio. Si mal no recuerdo y el Cossío no me falla, tomó la alternativa a manos del Algabeño. ¿Sabes que durante mucho tiempo fue rival de Machaquito?”. Claro que no lo sabía. El único Machaquito que conocía Pepe era el del aguardiente. Y pare de contar. Pero la que no paraba era la erudición.

Cuarta caseta. “Aunque para rivales los de estas dos calles, Joselito y Belmonte. Fueron la época dorada del toreo en los años 20. Hasta llegaron a tener su propia plaza, la Maestranza y la Monumental, que patrocinó Joselito. ¿Tú sabes que en Eduardo Dato queda una puerta de la antigua plaza de toros Monumental?”. Por supuesto, no lo sabía. Monumental era el fallo de haber elegido a este compañero de Feria. Pero la peor fase de las borracheras es la poética. Y llegó...

Quinta caseta. “El Espartero. Torero popular, hijo del dueño de la espartería de la Plaza del Pan. “Al hijo del Espartero / lo quieren meter a fraile / pero la cuadrilla dice torero como su padre”. ¿No conocías la canción?”.

Sexta caseta. Continuaba la pesadilla. “Ignacio Sánchez Mejía. Murió en Manzanares en 1934, lo mató Granadino, un toro negro bragao. ¿Conoces la poesía de Lorca?: Que no quiero verla / dile a la luna que venga...”. El pobre Pepe no pudo más. No sabía nada. No le interesaba. Aunque en aquel momento le sonó el término espantá aplicado al enésimo torero de la feria.

Mientras corría, con una sonrisa malévola imaginaba a una toro Granadino, Bailaor o Perdigón que sólo atendía al bulto de un maldito compañero de Fe

Algunas tradiciones de la Maestranza. Juan Manuel Albendea


En esos silencios, ¡qué bien se oyen los repiques de las campanas de la catedral!,  que deberían estar atentas para anunciar urbi et orbe que un torero va a salir por la Puerta del Príncipe.

Cuando esta tarde se abra la puerta de cuadrillas para iniciar el paseíllo, muchas serán las emociones que le embarguen al aficionado. En Sevilla hace más de seis meses que no nos llevamos una verónica a la pupila. Podíamos preguntarnos con Rafael El Gallo, cuando se enteró que en Inglaterra no había toros: “ ¿Y qué puñeta hacen los ingleses los domingos por la tarde?”.  Los toros empiezan dos meses después que en otras plazas. Se pierde en la noche de los tiempos el inicio de la temporada el Domingo de Resurrección. La razón estribaba en que la autoridad eclesiástica no otorgaba el nihil obstat para que se corrieran toros en Cuaresma. Hoy el señor arzobispo no se mete en esos berenjenales. Además me consta que es buen aficionado, aunque sea de delantera de televisión. Pero la tradición es la tradición, y el que quiera ver toros antes del domingo de Pascua que coja el AVE.
Casi tan antigua como la prescripción eclesiástica es la tradición de que Curro encabece el cartel inaugural. Más de ocho lustros hace que lo encabeza. El que suscribe, que desde luego no ha nacido para arúspice, al enjuiciar la segunda corrida de la feria de 1984 escribía en el Correo de Andalucía, dirigido entonces por José María Javierre: “¡Y ojalá me equivoque!, pero pienso que el camino iniciado es irreversible. Curro se ha acabado definitivamente, y ha pasado a la historia del toreo”. A las cuarenta y ocho horas, en la crónica de la cuarta corrida hube de comerme aquella premonición y escribir: “Pues sí señores se han cumplido mis deseos y me he equivocado, y me complace reconocerlo. Curro no ha pasado a la historia, sino que ayer, en la Maestranza ha seguido haciendo historia, y ha escrito una página brillantísima de su dilatada carrera profesional”. De eso hace dieciseis años, y Curro sigue tan incombustible para las dos caras de la moneda. Por cierto, que cuando algunos aficionados se quejan de que Curro tiene demasiadas corridas en el abono, hemos de recordarles que en la tradición sevillana no es una exageración. El compromiso de Pepe Illo con la Maestranza fue torear las 24 corridas que tenía previsto celebrar en 1793.
Hay otra tradición secular que se rompió en 1915: la no concesión de orejas.
A petición de los revisteros sevillanos se había incluso incorporado al Reglamento de la Plaza el precepto de “no conceder orejas jamás”. La culpa dicen que fue del concejal don Antonio Filpo que presidía la corrida, pero realmente fue de Joselito El Gallo quien hizo tal faena al toro Cantinero de Santa Coloma, que si el edil no saca el pañuelo blanco hubiera habido un serio conflicto de orden público. No propugno que se restablezca esa tradición, pero sí que los presidentes de la temporada que hoy comienza sean celosos guardianes del prestigio de la plaza.
¿Y qué decir de la tradición de los silencios? Pues que también participan de las dos caras de la moneda. Los silencios han sido ponderados, denigrados, manoseados. ¿Cómo no vamos a elogiar el hábito del aficionado de reservar su opinión para sí o para el compañero de localidad con un gesto o un susurro que pueden ser tan expresivos como el mejor tratado de Tauromaquia?. ¿Y como desaprovechar la ocasión de oír el chasquido de las banderillas o el castañeteo del caballo del picador transido de miedo? En esos silencios, ¡qué bien se oyen los repiques de las campanas de la catedral!,  que deberían estar atentas para anunciar urbi et orbe que un torero va a salir por la Puerta del Príncipe. Pero hay otros silencios que hay que desterrar. No se puede confundir la bonhomía del público sevillano con su silencio de complicidad con el toro sin trapío, que algunos dicen que es el toro de Sevilla y, si no es toro, no es ni de Sevilla ni de Navalcarnero. Ni el silencio con el toro mocho, con los puyazos en cualquier parte, con la lidia como una capea, con el toreo fuera de cacho. Esas disfunciones, por decirlo benévolamente, merecen la repulsa popular, y en la plaza no hay otro modo de expresarlo que vocalmente. Para eso no debe haber silencio. Ni siquiera el del desprecio.
Pero la mejor tradición de la Maestranza este domingo es la luz. El albero es una auténtica alfombra de oro. El almagre de la barrera tan fuerte altera la pupila, que se compensa con el sosiego que le impone la albura del mármol de la columnata neoclásica. No cabe duda que cuando la luz tiene ese protagonismo la que manda es la primavera. Y en primavera, antes de sentarme en el tendido, solo me resta, un año más, creo que van para veinte, cumplir con mi tradición y pedir infructuosamente para la Maestranza el premio Europa Nostra a la conservación de monumentos. ¡Que Dios reparta suerte!

¿Exhibicionista o ensimismada? Antonio Montero Alcaide


 ¿Se exhibe Sevilla en la Feria? Resulta evidente aunque, no pocas veces, decir lo obvio importa; sobre todo, si se trata de precisar.

–¿Es Sevilla exhibicionista o se trata, más bien, de estar ensimismada?
–¿Me lo preguntas a mí? –dice la bruja del tren, como si le extrañara que pudiese contar con su criterio. 

Cierto que a las brujas –ahora que no se entera– tanto se les atribuye la fealdad por sus malos conjuros como la belleza o el embeleso resultantes de los hechizos. Pero ni Sevilla es bruja, más bien maga, ni la bruja del tren es sevillana, sino trotamundos de reales festivos, con pocos vuelos siderales en la escoba y un cuentakilómetros gastado por las vueltas del tren.
 
Convengamos, para tal cuestión, que pocos reparos pueden ponerse a la voluntad o la intención de exhibir cuando genuinamente se trata con ello de manifestar o de poner en público las circunstancias que lo merecen. De modo que así se congratulen tanto el que exhibe como el que contempla. ¿Se exhibe Sevilla en la Feria? Resulta evidente aunque, no pocas veces, decir lo obvio importa; sobre todo, si se trata de precisar. ¿Y tiene que ver exhibirse con la estética? Pues claro que sí, considerada esta, la estética, como la armonía y la apariencia que agradan y alegran la vista porque anuncian belleza. Pero si hasta aquí se llega con el ordinario o lógico curso de las cosas, asunto distinto será cuando se extreman, porque de la exhibición al exhibicionismo llevan los fundamentos –o la ausencia de ellos– con que se sostienen las conductas y las maneras. ¿Y todo exhibicionismo es repudiable? –la bruja mira de un lado a otro, pregunta a pregunta–. Descartado el exhibicionismo malsano y rijoso –que me dispense mi bruja dilecta la manera de señalar los tratos carnales con el demonio–, un exhibicionismo sevillano del que la Feria da buena cuenta tiene que ver con el prurito, con el deseo, aunque puede resultar persistente y excesivo, de hacer las cosas de la mejor manera posible. Por eso, cuando el exhibicionismo trae causa del prurito de exhibirse, la disculpa es manifiesta con el agasajo. Y no se trata solo de esa declaración popular con la que se exhorta “que no falte de”, sino de un entendimiento –decir filosofía tal vez sea pretencioso– que acerca a las virtudes de lo perfecto. Queda ya rematar la faena con el ensimismamiento. Meridiano también parece que la Feria no se recoge, abstraída, en la intimidad, sino que el ensimismarse acaso lleve al envanecerse y, entonces, despunten los  pocos recomendables efectos de la presunción o de la representación vana.

Al cabo, la Feria de Sevilla, en las mejores acepciones, es una exhibición ensimismada.