viernes, 16 de octubre de 2015

Sevilla en otoño. Francisco Robles



La luz del otoño se encargará de afinar los rasgos de esta mujer que conserva lo mejor de su hermosura en unos cuantos rincones de su cuerpo.

Sevilla se pone guapa en primavera, cuando los ríos de la sangre la despiertan de ese invierno de mentira que la obliga a refugiarse bajo las faldas de las mesas de camilla. Sevilla se despereza cuando marzo la ronda por las esquinas como un amante furtivo que quiere morder el primer fruto de la primavera. Entonces saca lo mejor de su eterna adolescencia y nos provoca con los hombros desnudos donde se posa la peligrosa levedad del azahar. Se ciñe los lunares de la gracia y nos mira, con ese descaro que sólo ella se gasta, para matarnos por dentro en una noche de luna afilada que desemboca en el rasguño azul del alba. Es la Sevilla de la gracia y de la guasa. Un auténtico peligro…


Si Sevilla se pone guapa en los abriles que nunca cumple porque el tiempo no pasa por ella, en otoño se viste con las galas de la madurez para alcanzar el otro concepto, el que la define por encima de todos los piropos y ripios: la belleza. Parafraseando a André Breton podemos afirmar que Sevilla es bella o no será. Sin ese dulce y amargo don de la belleza Sevilla es una ciudad vulgar, ramplona, destinada a ocupar un apartamento donde habita el olvido. Si algo la distingue del resto del mundo es precisamente esa belleza que saca a relucir en estos días del otoño recién nacido, de este tiempo viejo y nuevo a la vez.


Sevilla vive el otoño de su propia vida como ciudad, la decadencia que empezó a forjarse cuando la Casa de la Contratación se mudó a Cádiz por culpa del río. Ahora, al cabo de los años, el río sigue siendo un problema por el dragado que no llega, por los sedimentos que se acumulan en su cauce tal como ocurre con la propia ciudad, sedimentada sobre los siglos de su historia. Por eso es más auténtica esta Sevilla otoñal, plácida en las tardes que le sirven al sol para tallar el bajorrelieve de las fachadas —la ciudad es eso y poco más— con la gubia de la luz declinante. Como dijo Borges para definir su ceguera, Sevilla en otoño es una dulzura, un regreso.


La luz del otoño se encargará de afinar los rasgos de esta mujer que conserva lo mejor de su hermosura en unos cuantos rincones de su cuerpo. En la plaza del Cristo de Burgos, por ejemplo. Es mediodía. El sol borra los perfiles de la piedra que romanea en la fachada de San Pedro, y a la vez se filtra entre los árboles para componer un cuadro de Renoir —¿o el suelo es de Monet?— que maravilla a quien tenga ojos para verlo. Entonces Sevilla es machadiana en la versión de Manuel, comulga con Montmartre y con la Macarena, y se deja pintar por los impresionistas que le sacan los colores. Después, al atardecer, se abandona a los matices del rosa y del malva que maquillan su rostro macerado por el tiempo. Es la hora de los entreluces, el momento que le sirve para conquistar a quien no tiene más remedio que caer rendido ante el reflejo azul de su belleza.

Publicado en ABC de Sevilla

viernes, 9 de octubre de 2015

Cajón de sastre. Una tumba sin nombre. Pedro Sánchez Núñez



“es mucho más difícil y más heroico que dar la vida por las ideas, el procurar comprender las ideas de los demás”.

En la hermosa Iglesia de Santa María Magdalena, nada más cruzar el cancel, hay una lápida sepulcral, blanca y cuadrada, sin identificación del cuerpo que cubre. Allí fue enterrado, en UN secreto que inexplicablemente aún se mantiene, uno de los más ilustres sevillanos de su época, vilmente asesinado por una turba de desalmados y supuestos patriotas. 

Don Juan Ignacio de Espinosa y Tello, III Conde del Águila, pertenecía a una noble familia Sevillana de rancio abolengo y presencia permanente en el gobierno de la Ciudad.  Él mismo, cuando el 26 de mayo de 1808 se produjo en Sevilla el levantamiento popular contra los franceses llevaba 23 años ocupando cargo de Caballero Veinticuatro del gobierno municipal. Su actuación como Procurador Mayor figura en lugar destacado de las Actas Capitulares de este periodo, acreditando su buen hacer y su constante empeño en velar por los intereses de Sevilla y en defender el orden y la decencia en el funcionamiento de la cosa pública. Por su rectitud y honradez se atrajo mortales antipatías de los interesados en mantener los abusos que trató de reprimir, con tanto brío como insistencia. Se decía que el más enconado de sus adversarios fue el Conde de Tilly, con quien había tenido en aquellos días un choque personal.

Guichot  relata que la misma mañana del 27 de mayo de 1808, “una turba furiosa de la peor gente sevillana, capitaneada por un oficial retirado de apellido Saavedra se dirigió a las casas del Conde del Águila, a quien acusaban de traidor, por haber alojado en ellas a un Ayudante de Murat que vino a Sevilla con pliegos e instrucciones para las autoridades; y por suponer que como Procurador Mayor había inclinado el ánimo de los demás Regidores, a nombrar los Diputados que habían de representar a ésta Ciudad en la parodia de Cortes convocada por Napoleón en Bayona”. 

Al no encontrar al Conde en su Casa, y alertados por alguien que les informó que pretendía abandonar la Ciudad en carruaje, se dirigieron a la puerta de la Macarena donde le alcanzaron, le sacaron por la fuerza del carruaje y, entre empujones, insultos y gritos de “afrancesado”, le presentaron ante Francisco de Saavedra, Presidente de la Junta Suprema, con la pretensión de que ordenara su inmediata ejecución. Éste ordenó de momento su ingreso en la Cárcel de los Nobles, situada en el Castillo de San Jorge, esperando ganar tiempo para que las iras se aplacaran. Lejos de ello, en el traslado del Conde a la Cárcel, los insurrectos se apoderaron de él y entre pedradas y bayonetazos le condujeron hasta el castillo (puerta) de Triana, donde un fraile franciscano le absolvió y seguidamente le dieron cruel muerte, colgando su cuerpo de la barandilla de un balcón donde estuvo expuesto todo el día.  

A las doce de aquella noche, el Deán don Fabián de Miranda, Vocal de la Suprema, acompañado de dos criados fieles, desató el cadáver de la barandilla del castillo y lo llevó en un ataúd al Convento dominico de San Pablo (hoy Parroquia de Santa María Magdalena) donde se le dio discreta sepultura. Y en su tumba, colocada al trasponer el cancel, se puso una lápida, borrada por el tiempo, con la siguiente inscripción: “Aquí yace un hombre que pide a todo fiel cristiano/ que le encomienden a Dios” R.I.P.A” (1)

Así terminó el Conde del Águila, bibliófilo, culto y refinado, de cuya ejecutoria cultural y municipal, aparte de su labor reflejada en las Actas Capitulares de Sevilla, quedó la prueba imperecedera de que una de las Secciones más importantes del Archivo Municipal del Ayuntamiento de Sevilla se titula “Papeles del Conde del Águila”, colección documental de extraordinaria importancia para el conocimiento de la historia de Sevilla.

Tendría razón la reflexión del sabio médico don GREGORIO MARAÑÓN cuando, en el prólogo de ese imprescindible estudio que Ramón Solís  dedicó al “Cádiz de las Cortes”, dijo que en España  “es mucho más difícil y más heroico que dar la vida por las ideas, el procurar comprender las ideas de los demás”.

Así se escribía la historia… y así seguiría escribiéndose en este país por los siglos de los siglos…

Pedro Sanchez Núñez
C. de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría.


[1] Guichot, ob. Cit.

La ciudad eclipsada. Carlos Navarro Antolín



La gran verdad de la Sevilla de hoy no es que se nos vaya, como en una proclama manoseada de quien se limita a lanzar quejíos de poesías y versos fáciles.
 
Sevilla es una ciudad aliada de los eclipses, de la noche que vuelve pardos los gatos, de los contraluces, medias luces y apagones. A esta ciudad le sientan mejor las luces indirectas, de lámpara de pie, que las directas, de lámparas votivas que cuelgan del techo y se mecen con las brisas. La Sevilla de hoy soporta mal los baños de luz, que deja ver la piel de naranja de calles convertidas en abrevaderos, pero administra bien los restos de su belleza idealizada cuando se enrosca en el casquillo una bombilla de baja potencia. Los eclipses de luna maquillan la ciudad, ofrecen de ella la versión idealizada que cada cual ha ido forjando en el arcano de la memoria, y contribuyen a reforzar la gran verdad sobre Sevilla: su belleza habita cada día más en una recreación virtual y no en una realidad cuidada y mimada con criterio.

Sevilla está sentada en los veladores de la memoria, cuyo bisturí extirpa la gangrena de la arquitectura de tanatorio, siempre a la espera de una esperanza blanca que vaya más allá de las que salen de terciopelo y oro en una noche cada año más encanallada. Sevilla vive feliz en su mentira de postal, en su pasado exaltado, en sus ojos velados, en su ignorancia defensiva, en su carácter indolente, en su particular submundo que es en realidad su mundo cotidiano, en su olor a callejón trasero y frito recalentado, en su comercio globalizado y despersonalizado, en sus arranques de grandeza cada cien años, andanadas de ciudad mansa; en el usar y tirar con crueldad a políticos como pañuelos de papel. Vive feliz al viajar en el tranvía más corto del mundo, en el Metro que va por superficie, en el fuego cruzado de confrontaciones políticas, en un aeropuerto sin tren pero con mafiosos al volante y derecho a parada. Vive feliz en polémicas estériles de procesiones y tiros largos, venteando el humo del puesto de castañas de proyectos imposibles, oyendo el chuchú de trenes de la felicidad que nunca llegan a Santa Justa, recibiendo turistas de bolso en banderola y paella precocinada, perdiendo las horas, los días y las fuerzas en reformas de la carrera oficial, y soñando que del bombo de la lotería del Estado salga el Gordo de una nueva exposición, un nuevo sonajero agitado a conciencia, un nuevo señuelo que sirva para alimentar la conciencia colectiva de vivir en una urbe universal.

A Sevilla le sientan los eclipses como un traje a medida, proyectan la luz perfecta, de baja intensidad, que solo permite intuir la silueta, la forma, los contornos, los perfiles, las fachadas. No está la ciudad para mirarla cara a cara bajo lonas y al son de las corcheas, no soporta un primer plano de su rostro cotidiano. Mejor intuirla en el sonido de los cascos de un caballo, soñarla oliendo a jazmines, recrearla en la sombra fresca del patio de una casa señorial, vivirla en el escaparate de sus fiestas mayores, velar su sueño de dama revestida por la historia, abrigar su estado de continua esperanza, acunar los destellos de belleza aún conservada y oficiar en la intimidad el funeral civil de cada día por cada rincón adulterado, por cada negocio centenario cerrado, por cada árbol sacrificado en el altar del urbanismo duro, por cada interior de vivienda del XVII y XVIII derrumbado.

La gran verdad de la Sevilla de hoy no es que se nos vaya, como en una proclama manoseada de quien se limita a lanzar quejíos de poesías y versos fáciles. La gran verdad es que sobre una mentira prefabricada se levanta la arquitectura de su definición más ajustada: la ciudad eclipsada.

Publicado en el Diario de Sevilla, dentro de la sección La Caja Negra

viernes, 2 de octubre de 2015

Consideraciones sobre arte. José María Cabeza Méndez





Comencemos por recordar que los orígenes de cualquier actividad artística se han de  considerar consustancial con las primeras formas de vida organizada. De hecho, las ciudades sólo hubiesen sido lugares de habitación y trabajo si el arte no les hubiera dado una propia personalidad haciendo presentes y visibles sus tradiciones.

La historia de ninguna época y cultura sería completa sin referirse a su arte que como la ciencia constituye un componente, además de primordial, necesario. Las relaciones entre las ciudades, regiones, estados o continentes no habrían sido tan frecuentes, recíprocas y fecundas si el arte no hubiera actuado como un poderoso factor de intercambio y comunicación, ya que mientras las políticas o las religiones pueden separar, el arte y la cultura, más en general, une. 

El arte de todos los tiempos y lugares está relacionado con el nexo orgánico de imaginación y percepción. Los artistas de todas las culturas han dado formas visibles a cosas invisibles, como los símbolos o significados simbólicos. Así la experiencia visual está en relación directa con la facultad de la imaginación. Toda una vertiente de la historia de la civilización ha sido construida por la imaginación y no contradice, sino coincide, con toda aquella elaborada por el pensamiento racional y por la investigación científica. La obra de arte visual comunica algo que no se puede transmitir con palabras. El arte visible es comunicación por imágenes, como la poesía lo es por palabras y la música por sonidos.

Entre las actividades humanas, el arte puede ser aquella que expresa e intencionalmente produce o instaura objetos singulares cuya existencia es su único fin. Con el arte cristiano por ejemplo, además se advierte el predominio de la tendencia hacia el simbolismo trascendente, opuesto al naturalismo pagano.

Asimismo se ha de tener muy presente que en realidad el arte es un producto del trabajo humano. Por ello los artistas han sido siempre los intérpretes y los exponentes de una colectividad y si su obra se destinaba a los pocos que ostentaban los poderes, estos eran considerados como delegados de un dominio superior, lo que evidencia que el arte ha sido también la unión entre la esfera del poder  y la del trabajo. A través del arte pues, el mundo del trabajo participa, de algún modo, en el poder.

El arte también debe ser comprendido teniendo presente las circunstancias del periodo que es desarrollado, sus ideas y estilos de vida. Es, cómo no, un medio directo para comunicarnos con épocas pasadas, aunque reconozcamos que en toda creación individual hay siempre un elemento de misterio.

Los artistas son personas que responden a su entorno y dejan constancia de su reacción con su propia "escritura", aunque también pueden hacer de su imaginación algo tangible y visible. La colectividad comparte con los artistas la realidad cotidiana por ello puede sentirse identificada con las manifestaciones artísticas, aunque las creaciones sean exclusivamente personales.

Con el arte se expresan condiciones que se presentan en los seres y en la naturaleza, por tanto se está manifestando determinadas aptitudes o situaciones, lo que permite que se muestre claramente la  identidad de un lugar en una época determinada.   

Por último y para finalizar este breve artículo, recordar que la clase de valor que se produce por el arte es conocido como "estético", que sin excluir ni contradecir las condiciones materiales o utilitarias, si lo sitúa en un plano puramente ideal como un evidente producto de cultura.
Queden por tanto, expuestas estas consideraciones genéricas con una voluntaria intencionalidad:  La comprensión de las obras de arte forma parte de la compresión de nosotros mismos.