domingo, 15 de febrero de 2015

Rutas alternativas para sevillanos


La Catedral, el Alcázar, el Museo de Bellas Artes, son joyas que los sevillanos conocen desde niño, aunque algunos sólo por fuera, de paso o acompañando a un turista amigo. La Catedral es paso obligado para miles de nazarenos que la cruzan sin verla por causa del antifaz, el cirio o la insignia que exigen su atención. El costalero ni siquiera ve las baldosas en la oscuridad del paso. Pero, ¿qué sevillano no ha entrado alguna vez en su Catedral? El Museo de Bellas Artes apenas lo conocemos por dentro, aunque sabemos que está al lado de la capilla de la Hermandad del Museo. Lo pequeño sirve de referencia a lo grande. El Alcázar es especialmente visitado con ocasión de actos oficiales, generalmente rematados por el atrayente canapé.

La ciudad, rica en monumentos que le han merecido el título de Patrimonio de la Humanidad, ofrece al sevillano otras posibilidades que no aparecen en las guías de turismo. Son rutas alternativas o, para ser exactos, “visitas” sin salir de casa. Mi recomendación es ir a solas y en silencio. Se trata de ver y reflexionar. Sugiero cuatro “rutas” alternativas que se pueden hacer en el orden que el ánimo reclame a cada uno.

    “El Rocío”. No me refiero a la aldea de Almonte, sino a la Ciudad Sanitaria Virgen del Rocío, el espacio más visitado de la ciudad en cifras absolutas y en variedad de gente por su economía o raza. Miles de sevillanos han nacido en su Hospital de la Mujer; muchos miles más han sido intervenidos o han visitado a un familiar o un amigo íntimo. Todos hemos ido alguna vez al “Rocío” por necesidad, por amor o compromiso. (Qué palabra tan sevillana esta última. A cuántas bodas y funerales vamos en nuestra vida por “compromiso”, porque no hay más remedio). Mi consejo es ir al “Rocío” cuando no estés enfermo ni tengas allí a nadie que espera y sufre. No tienes que entrar en ninguno de sus hospitales. Este complejo sanitario (el mayor de Europa) te ofrece una avenida de naranjos y jacarandas, con césped siempre verde a los lados, y cómodos bancos donde sentarse y meditar sobre el dolor ajeno, sobre la tarea incesante de su población “blanca” que pone con el color de sus batas una nota de alivio y esperanza. Los mejores días de visita son sábados y domingos, cuando la avenida está solitaria y silenciosa. Alza la vista y adivinarás tras las ventanas el dolor de unos y la entrega de otros; para ninguno de ellos hay días de fiesta.

“El Retiro”. No es el Retiro de Madrid, sino ese racimo de conventos de monjas de clausura que en el casco antiguo permanecen agarradas a la vieja cepa de la fe y la historia de Sevilla. No esperes a una exposición de pintura o a la venta de dulces de Navidad. Es mejor un día corriente para gozar del claustro, entrar en la capilla, rezar o simplemente reflexionar. Hace unos años, se convirtió en “bestseller” en los Estados Unidos un cedé con cantos gregorianos de los monjes de Silos. Lo compraron en tropel los ejecutivos americanos porque los psicólogos dijeron que era una música relajante; un tratamiento eficaz y barato para la paz de espíritu de quienes se afanan por las cosas del mundo, la carne y el dinero. A través de las rejas de la capilla, observa y escucha el bisbiseo o el canto de unas mujeres realmente liberadas en su retiro voluntario. Y, si salen a la calle, es para servir en un hospital o pasar la noche junto a una persona enferma y, generalmente, vieja, pobre y sola.

“San Fernando”. No me refiero al San Fernando gaditano y marinero, sino al camposanto de Sevilla. No esperes a visitarlo detrás de un coche de muerto; no esperes al día en que no verás nada porque tendrás los ojos cerrados. Los sevillanos nos sentimos orgullosos de nuestro cementerio, tan bonito, tan alegre, con estatuas de toreros y recuerdos de tonadilleras. Visítalo con la alegría de estar vivo. Pasea por su avenida central, toma desvíos y lee algunos epitafios tan elocuentes o más que los textos de nuestros místicos o los cuadros de Valdés Leal en la Santa Caridad. Caerás en la cuenta, como nunca, de la brevedad de la vida, de lo que vale o no vale la pena, de que bajo el mármol no hay cuerpos incorruptos de santos y, menos aún, de los que estaban podridos de dinero o eran corruptos en vida.

“Sevilla la Nueva”. No hablo de una floreciente comunidad en la provincia de Madrid con este título. Hablo de esa Sevilla nueva que surgió a finales del siglo pasado cuando la ruina de las viejas viviendas del casco antiguo, la política social o la especulación del suelo, desplazaron a una población modesta que, en muchos casos, abandonaba los corrales para vivir por primera vez en pisos. Es la Sevilla de polígonos (y hasta de chabolas) donde los problemas de la sociedad moderna son más abundantes y graves: paro, economía sumergida, absentismo y fracaso escolar, violencia, droga, ascensores que no funcionan y encierran de por vida a la anciana o al discapacitado del quinto. Tan grave llegó a ser la situación hace diez años que las autoridades crearon para un polígono la figura (tan americana, como vemos en las películas) del “comisionado”. Puestos a imitar, podían haber creado también la figura del “sheriff”.

Para visitar esa “Sevilla Nueva”, en gran parte nacida de “la vieja” (que no de la antigua y eterna), sólo hay que tomar algún autobús de los que van a la periferia. En la parada final, y a la vuelta, reflexiona sobre esta ciudad marginal que nada tiene que ver con la “Sevilla insólita” ni la “Sevilla oculta” que los maestros del pasado y de la historia del arte descubrieron a unos sevillanos siempre más callejeros que interesados por conocer las “interioridades” y los “exteriores” de una ciudad con muchos rostros.

Alfredo Jiménez Núñez de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras