domingo, 20 de diciembre de 2015

Añoranzas de una Sevilla culta y solidaria. Enriqueta Vila Vilar






La memoria puede ser una buena aliada de la Historia y de hecho lo es, aunque también puede jugarle malas pasadas sobre todo si esa memoria se convierte, coyuntural o permanentemente en un imaginario colectivo. Yo nunca había comprendido, metida en otras épocas y en otros mundos, como una concentración tan importante de poetas e intelectuales como la que se produjo en el Ateneo de Sevilla en 1927 y que dio lugar a lo que ha dado en llamarse la gloriosa Generación del 27, pudo haberse celebrado en aquel lugar. Probablemente por mi falta de conocimientos, pero también porque a los principios de los años cincuenta cuando yo, siendo todavía una adolescente, iba con mi padre aquella casa de la calle Tetuán, triste, oscura, envejecida y con señores, para mí, muy mayores, leyendo la prensa o jugando al ajedrez, me producía una especie de melancolía de algo que yo intuía que habría gozado de tiempos mejores puesto que mi padre la tenía en tanta estima. No me daba cuenta que en esos años nada era igual que en tiempos anteriores a mi recuerdo.

Pasaron los años, muchos años; las circunstancias generales y personales cambiaron y a mi me llevaron de los archivos históricos de épocas remotas a los archivos del actual y remozado Ateneo, en los que descubrí una o dos generaciones interconectadas de personajes ilustres, intelectuales, poetas y hombres comprometidos con su ciudad, con Andalucía y con los problemas de España y Europa, como pocas veces se ha dado en esta ciudad. Me refiero a las tres largas décadas comprendidas entre los años 1890-1925. Sucedió cuando, por circunstancias que no hacen al caso, me puse a escribir un pequeño ensayo sobre “Los Juegos Florales”, fiesta tradicional auspiciada por el Ateneo de la que yo –otra vez la distorsión de la memoria histórica- solo había logrado alcanzar en mi juventud los últimos  estertores de esta fiesta que se había mantenido entre la languidez y el arrebato, según la prensa de la época. Cuando, por fin, me adentré en el tema me encontré con un mundo para mi desconocido que la guerra civil truncó como tantas otras cosas. Personajes de primerisima fila de la política y de literatura actuaban como mantenedores y  poetas ilustres eran los merecedores de la flor natural. Artistas muy destacados del propio Ateneo decoraban el escenario de los teatros donde se celebraba el acto social, previo a todo lo cual se habían convocado premios a temas diversos sobre ciencia, política, urbanismo, ecología, historia o literatura. Era la reminiscencia de los certámenes que se habían venido convocando anteriormente junto a la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. 

Pero lo más importante era que allí había una ideología, fuerte, activa; una actitud decidida por sacar a la ciudad y a Andalucía en general de la postración en la que se encontraba y que demostraba la actitud solidaria y preocupada de unos intelectuales que se movían entre el romanticismo y el ultraísmo y que apoyados en revistas como Bética y más tarde Mediodía que estaban a la vanguardia del regeneracionismo imperante en el momento, influyeron en la sociedad de su tiempo con su mirada puesta sobre todo en el problema agrario. Hasta el punto que en una de las Juntas de la década de los veinte se recibió un escrito de las Asociaciones obreras de Sevilla se dirigían a “los obreros de la inteligencia”, para que mediaran ante las autoridades con el fin de  ayudarlos a resolver sus muchos problemas. Ni que decir tiene que el entonces presidente, Sr. Gastalver Gimeno, se dirigió al Gobernador transmitiéndole tal escrito y su preocupación por lo que en él se decía.

Dar nombres de estos ilustres sevillanos que se comprometieron con su pluma, su pincel, su música o sus conocimientos políticos y agrarios a enaltecer Sevilla y Andalucía, que se reunían en el llamado “pasillo de los chiflados” y en los que tanto influyó Juan Ramón Jiménez –que en la Biblioteca de esa misma casa había cambiado su primitiva vocación pictórica por la poética leyendo a Bécquer-, es algo que en este espacio es imposible. Pero sí es necesario resaltar la autoridad moral que ejerció entre todos ellos José Mª Izquierdo, líder indiscutible y admirado por personalidades tan complicadas como el mismo Juan Ramón o Cernuda y sobre el que Joaquín Romero Murube ha escrito una de las más bellas semblanzas que se han hecho sobre un personaje sevillano. Un personaje –Jacinto Ilusión, uno de sus pseudónimos- conocido sólo como creador de la Cabalgata de los Reyes Magos y que en estos últimos años ha sido recuperado en toda su dimensión espiritual y literaria. ¡ Ojalá surgiera otra personalidad similar que nos transmitiera su “ideal andaluz” que tanto estamos necesitando!


Entre la farsa y la verdad. José Luis Garrido Bustamante



Es inevitable: la pantalla del televisor se llena de abetos nevados, renos inquietos y viejos bondadosos. Otra vez  la Navidad foránea, la que justifica su anticipación por el deseo comercial de hacer caja y aparece ese personaje que unos llaman Santa y otros Papa Noel cargado con la consiguiente bolsa de regalos que es muy posterior al sueño creador del Belén.
Es la reiteración de la superchería, la farsa superpuesta a la realidad, porque el Belén o Nacimiento que repite la representación de la venida al mundo de ese personaje, único e irrepetible, que fue y es Jesús de Nazaret, está basado en hechos ciertos que fueron escritos y se creó muchísimo antes. Nada menos que del siglo trece data la construcción del primero.
La costumbre de evocar la venida al mundo de Jesucristo arranca de la noche de Navidad de 1223 cuando Francisco de Asís concibió el proyecto de revivir de forma sensible los hechos  acontecidos en la cueva de Belén narrados por los evangelistas
Esta idea fue propagándose a lo largo de los siglos y se hizo costumbre familiar transmitida de generación en generación.
Los corchos… el portal… las figuritas de barro… María y José… el Niño recién nacido… pasaron, a través del tiempo, de la efusión piadosa del Santo de Asís, a los hogares adornados con la ilusión de las Fiestas.
Luego… muy luego, mucho después, apareció Papa Noel. Falso, imaginado, con barba postiza y con la tarjeta de compras de los grandes almacenes.
Pero se multiplicó imparable en copias clónicas invasoras de balcones, escaparates y puertas de establecimientos vendedores y sus mensajes engañosos han sustituido esos inocentes deseos de felicidad y de paz que antaño llevaban los funcionarios de Correos en carteras rebosantes con los que se esforzaban hasta llegar a figurar en los noticiarios cinematográficos como protagonistas de algunas hazañas de sabuesos encontrando el domicilio correcto de esos padres de soldados lejanos que a duras penas habían escrito en el sobre sus apodos y su pueblo para felicitarles la Navidad.
Hoy se pueden cerrar las administraciones en pasajeras holganzas porque no hay chritsmas, o se usan muchísimo menos y los que resisten son reproducidos por internet y los usuarios se ahorran el sello.
También va pasando la costumbre de los árboles que diezmaban un tiempo los bordes de las carreteras comarcales hasta que llegaron los chinos sustituyéndolos por los de plástico.
La costumbre de instalar en los hogares árboles de Navidad nunca fue pagana ni extranjerizante. Josefina Carabias recordó en una de sus docentes colaboraciones periodísticas que el árbol es una tradición piadosa de las más antiguas. Nació en los países nórdicos y viene de cuando, por no existir todavía templos, los cristianos se reunían bajo el abeto más frondoso.
A ese árbol se le llamó “christmass tree” que significa árbol de la misa de Cristo. Por eso  los chritsmas de los que venía hablando se conocieron con esa denominación que originariamente dispuso de una repetida ese en la primera palabra luego perdida al ser llamados chritsmas card.
En la actualidad los árboles no son refugios exteriores protectores de los que rezaban sin iglesias, sino soportes de regalos sustentados con guirnaldas de papel de plata. Otra vez la tarjeta de compras.
En el imaginario infantil Papa Noel disputa a los Reyes Magos el protagonismo de la generosidad. He salido buscado argumentos para conocer su certeza y me he ido directamente a los libros sagrados que es donde se acredita la existencia indudable de los mágicos personajes antes del invento del gordo barbudo.

Lo he hecho abriendo mi biblia que es un ejemplar de la Nácar Colunga, ya un tanto ajado por el frecuente manoseo, por la página 1042 y leyendo la descripción minuciosa que, de su adoración, lleva a cabo el evangelista Mateo, aquel arrendador de las alcabalas de Cafarnaúm, publicano conocido también como Leví, cuyo oficio y para entendernos mejor con el lenguaje de nuestros días, podríamos traducir diciendo que correspondía a un funcionario de Hacienda.

Mateo, como luego lo hiciera el médico Lucas, otro de los que recogieron por escrito las andanzas de Jesucristo desde su nacimiento, confirma que los magos llegaron de Oriente, no precisa exactamente que fueran tres, pero sí que dejaron tres regalos: oro, incienso y mirra, de ahí el número deducido de los regios visitantes, más astrólogos estrelleros que monarcas coronados que, desde sus países orientales, siempre siguiendo el rumbo de la estrella, habían viajado tanto tiempo para postrarse de hinojos ante el Niño recién nacido, que, cuando llegaron, ya no estaba  en la cueva donde María lo alumbrara, sino en  una casa en Belén y se supone que más crecido.

Sus nombres aparecieron por vez primera en un mosaico bizantino encontrado en Rávena el año 520. Melchor lleva el incienso, Gaspar, el oro y Baltasar, la mirra. Todos son blancos. Y este último casi un chiquillo.

Baltasar no fue negro hasta el siglo dieciséis. Una decisión representativa que obedeció a eclesiales necesidades ecuménicas.

Sus restos, o, al menos, los restos que se supone que son, se guardan en un espléndido sarcófago en la catedral alemana de Colonia. Francisco Narbona, mi recordado director del Centro territorial en Andalucía de Televisión Española, me dijo que los había visto, cuando fue abierto a comienzos de la década de los ochenta y que corresponden a tres varones de unos quince, treinta y sesenta años de edad.

Sus espíritus protagonizan todos los cinco de enero luminosas cabalgatas cargadas de regalos.

Lo hacen así desde 1918 y se lo pidieron por esa vez primera a un poeta y ateneísta que se llamaba José María Izquierdo, pero firmaba Jacinto Ilusión.

Belen viviente. Ángel Boix Fos




Allá arriba, terminada la cuesta del “caracol”, está Sanlúcar la Mayor. Pueblo con solera, nobleza y belleza. Desde donde se ve Itálica la famosa y lo que fue un poblado sobre estacas plagado de mosquitos y malos olores: Serba la Barí.
Ya los romanos se dieron cuenta y dos mil años hace, decidieron instalarse allí, porque los inviernos eran benignos y los veranos deliciosos.
Hicieron una muralla protectora y poderosa que garantizaba una siesta tranquila y silenciosa. Desde entonces ese descanso es sagrado.! Que sabios!
Al amparo amurallado ha surgido este año un mercado palestino, con alfareros, ganaderos, panaderos, pescadoras pregoneras, pastores, hortelanos con gallinas, pavos y palomas. Caballos y mulillas que tiran del trillo con ritmo lento y constante. Herrero y armero. Una centuria que vela contra los bárbaros del norte y los ladrones del sur.
Y una posada completa y cerrada.
Al lado un portal semicubierto o cuadra con un buey y una mula amarrados a un pesebre.
Una candela que templa el frío, con el calor y el aliento de los animales, es todo lo que acoge el nacimiento del Niño Dios.
Y allí arriba,  entre casitas humildes por fuera, con ventanas adornadas por geranios y que son enormes por dentro, típico moro, para no suscitar envidias malsanas. Con jardines increíbles, pozo, agua fresca. Huerto claro, jazmines, damas de noche . Aromas de un Paraíso anticipado
Allí han instalado un Belén viviente tan real que al caer el Sol aparece una luz como de metal bruñido que señala al portal. Y casi se me saltan las lágrimas cuando mis nietos dicen que se quieren vestir de soldado y pastor para guardar y adorar al Niño Jesús .

Guadalquivir, Puerto de Indias. Pedro Sánchez Núñez




Para administrar y controlar todo el tráfico con las Indias al declararlas mercado reservado de Castilla los Reyes Católicos crearon la Casa de la Contratación en 1503, que aquí vemos en su primer emplazamiento en las Atarazanas. Nadie podía ir a América ni cargar ninguna mercancía para las Indias sin pasar por la Casa de Contratación de Sevilla; y toda mercancía procedente de las Indias debía pasar por el control de esa institución y pagar allí el impuesto del 20 % a la Corona.
El Arenal era el puerto donde los agentes de la Casa de la Contratación controlaban la salida y llegada de barcos a Indias. No tenía el puerto otras instalaciones que las propias riberas del río, a excepción de una primitiva “grúa”, llamada “el Ingenio”, que estaba junto a la Torre del Oro, que en sus días había servido para desembarcar la piedra con la que se construyó la Catedral. En el puerto de las Muelas de Triana rendían viaje los barcos que venían de Indias, y en Triana “guarda y collación de la muy noble ciudad de Sevilla, en la vera del río de esta Ciudad” se creó la primitiva Escuela o Universidad de Mareantes establecida en el Hospital de Ntra. Sra. de Buenos Aires, que es la llamada Casa de las Columnas de la calle Pureza.  

Las Atarazanas (fachada) fueron inicialmente sede de la Casa de la Contratación hasta su traslado al Alzázar y posteriormente a la sede definitiva, actualmente el Archivo de Indias.
Para darnos una idea del tráfico en el río tomemos el acta de  la Universidad de Mareantes de 1 de abril de 1622 donde se contiene el padrón para cobrar “un real y medio por cada tonelada a todas las naos que hay  en este río”. En ella se  enumeran hasta sesenta y cinco naos que se encontraban en el río, sumando entre todas un total de 27.088 toneladas, que van desde 150 toneladas la nao nombrada “Nuestra Señora de la Consolación”  hasta la de 700 toneladas nombrada “Temida”. 
Es de interés contemplar el puerto de Sevilla en esta época del descubrimiento. Lo vemos en el famoso lienzo atribuido a Sánchez Coello, donde observamos que Sevilla y su puerto serían en la época animados y ruidosos (aunque no tanto como en los tiempos que corren). En la banda de Sevilla vemos el monte del Baratillo, el Tagarete, el puente de barcas, gente a caballo, las chozas de los pescadores y las entretenidas, muchos barcos preparados para salir a navegar mientras que en la banda de Triana están reparándolos. Vemos la vida que tenía el río y el barrio en la época, damas paseando trajeadas, comitivas con carrozas, gente a caballo, dos personas practicando con espadas, una mesa muy bien servida y con sus manteles, las maderas del Segura, los postigos de la muralla, botes entoldados para proteger del sol o de la lluvia, galeras a todo remo, naos a vela saludando al cañón, en fin, todo un mundo abigarrado y colorista.
 Las flotas de la Carrera de Indias se hacían y deshacían, se cargaban y descargaban, a todo lo largo del Guadalquivir. Los convoyes, cargados de  mercancías y animales para el consumo en el largo viaje y algunos cañones,  eran visitados antes de salir de Sevilla y también en Sanlúcar por los oficiales de la Casa de la Contratación para comprobar su estado y dotación y exigir el pago del impuesto de “la avería”. En Triana y también río arriba, en Las Horcadas, existieron arsenales para la reparación de los galeones y grandes navíos.
La estadía de las tripulaciones en Sevilla solía ser conflictiva. Y los accidentes e incidentes estaban a la orden del día. Como aquél incendio que relata el profesor Pérez Mallaina, tan desastroso como curioso, ocurrido en septiembre de 1561, en el que ardieron veintitrés barcos en el puerto de Sevilla y cuyo origen estuvo en una gamberrada de un marinero, que mataba el aburrimiento metiendo fuego a los gatos que pululaban por el puerto, hasta que uno de estos gatos, con el pelo en llamas y corriendo despavorido, prendió fuego a media flota.
Pero eso fue en otros tiempos, cuando el río era un pulmón vivo de la Ciudad.
 Pedro Sánchez Núñez

viernes, 4 de diciembre de 2015

Mis manos




Tengo la huerta casi comida por la hierba. El otro día intenté limpiarla. Solo conseguí unos cuantos arañazos y hematomas por efecto del sintrón y lo inevitables golpes que son precisos para tratar con lo salvaje.
Me desanimé y recapacité: La edad y los achaques me obligan a ser civilizado. Es lo mismo que decir blandengue, blanquecino y adicto al supermercado.
Pasado un rato, sentado al sol.  Rememoré la forma de las manos de mi abuelo y mi padre. Las mías, descansando sobre mis rodillas, son iguales.
Nudosas, algo deformadas. Ya menos rápidas y hábiles que antaño. Pero trabajadas. Ya claman descanso, pues en mis palmas ya no queda ningún callo, de los que me enorgullecía con mis compañeros de quirófano. Porque entonces eran prontas y obedientes a mi corazón y cerebro. Ahora no pueden limpiar la mala hierba. Por eso las miro y remiro. Fue bonito mientras duró.
Espero que duren aún así, igual que a mis viejos. Aunque estén torpes y ásperas. Y no puedan cuidar la huerta. Pues deben saber que no hay tomates, pimientos, ajetes o berenjenas tan buenos como los que uno cría.
Yo sé que mi hijo el mayor, heredará ese sabor de la “tierruca” de Bernat y Baldoví Y que siempre me quedará mi hermano y nunca me faltarán las cebollas bobas, dulces, babosas, enormes…
Solo quiero que me quede fuerza para que me acerquen un vaso de vino en la comida. Mesar los cabellos de mis nietos, acariciar la cara de mi mujer y calentar sus manitas entre las mías.
 Ángel Boix Fos

SEVILLA Y SU INFLUENCIA EN LA MUSICA DE SCARLATTI: UNA GRABACIÓN MEMORABLE.




El 3 de febrero de 1729 hizo su entrada por el puente de barcas en Sevilla el Rey Felipe V y su familia, con una comitiva compuesta por 85 coches, 350 calesas, 3 berlinas, 750 caballos, 3.121 acémilas y 88 carros y galeras que concitaron el asombro y la admiración del vecindario a su paso. Y aquí estuvo la Corte de la monarquía española hasta el 16 de mayo de 1733, con una abigarrada y selecta compañía de aristócratas y los artistas más prestigiosos del momento. La estancia de la Corte en la Ciudad se conoce como “el lustro real”, durante el cual se organizaron  en Sevilla muchas celebraciones.

En la familia real figuraba el hijo del Rey, el futuro Fernando VI, que ese mismo año de 1729 había contraído nupcias en Badajoz con la infanta portuguesa Bárbara de Braganza, hija de Juan V de Portugal y de María Ana de Austria. Bárbara era una princesa culta (se dice que hablaba seis idiomas) y gran amante de la música que practicaba desde niña. Su maestro era nada menos que Domenico Scarlatti (Nápoles 1685 – Madrid 1757), que desde 1721 estaba en la corte de  Lisboa dedicado a la enseñanza musical de la princesa, a la que acompañó desde entonces en ese menester. Así lo vemos en 1729 en Sevilla con la Corte. Y sin duda Sevilla y su música popular le sirvieron a Scarlatti de inspiración para una parte importante de su obra, que se aprecia de forma manifiesta en muchas de sus sonatas para clave, instrumento que popularizó en España dando origen a la escuela de clavecinistas españoles, que alcanzó el culmen con el Padre Soler. Música que, en opinión de los estudiosos, en muchos de sus acordes y soluciones técnicas quiere recordar el sonido inconfundible de la guitarra.  

Domenico Scarlatti desarrollaría ya en España el resto de su actividad musical hasta su muerte en Madrid, en su domicilio de la calle Leganitos, en cuya fachada el Ayuntamiento colocó una inscripción con legítimo orgullo de tan ilustre vecino. 

La influencia de Sevilla en la música de Scarlatti se pone de manifiesto, de forma brillante y atractiva al máximo, en un precioso documental titulado “Sur les traces de Domenico Scarlatti: Le voyage de Christian Zacharias à Sevilla”, dirigido por Edgardo Cozarinsky y coproducido por “La Sept”, Institute Nacional de l’Audiovisuel”  y por la productora alemana “W.D.R ( Colonia)” con la participación del Centre National de la Cinematographie y del Ministere de la Culture (Direction de la Musique). 

El protagonismo del documental es triple: Scarlatti y Sevilla, por supuesto, pero también y sobre todo Christian Zacharias, el gran pianista y director de Orquesta nacido en Jamshedpur (India) en 1950 y cuya carrera musical es brillante y mundialmente aclamada (en Sevilla ha actuado en 2008 como solista, en 2010 como pianista y dirigiendo a la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y la última vez, en un recital de piano el 7 de abril de 2014 en el que interpretó, entre otras, cinco sonatas de Scarlatti). 

El precioso documental está íntegramente rodado en Sevilla y en él Zacharias interpreta con gran virtuosismo ocho de las Sonatas de Scarlatti en el encantador ambiente del Alcázar, donde la cámara se recrea en la filigrana morisca de sus azulejos y el encaje de sus portadas. Pero no se limita a interpretarlas, las explica con apasionada vehemencia resaltando la influencia del folklore español en las obras de Scarlatti, cuyo ambiente musical moro, gitano, judío son patentes, los melismas árabes. Y confiesa que en la música de Scarlatti la sonoridad del piano querría que fuera como la de una guitarra, porque la cuerda es más armónica y tiene una vibración más sensible y distinta de la más dura que transmite el martillo golpeando la cuerda en el piano. Y mientras, el artista va paseando por los rincones más entrañables de Sevilla comentando la música de Scarlatti, y la cámara se recrea en la Sevilla monumental y hermosa, sus rincones típicos, sus fiestas y ceremonial, los cantaores y el aprendizaje del baile flamenco de la mano de Matilde Coral. Y  se emociona el pianista relatando que el empaque de España, de Andalucía y Sevilla y la inspiración de la música española, siempre le han impresionado, como le impresionan de España el ritmo y la alegría de su gente, el calor, la vida nocturna…  Y desgrana y reitera notas de las Sonatas en las que quiere reconocer el batir de las palmas y el zapateado del flamenco, el sonido de la “malagueña” con sus acordes tan notorios en algunas de las partes de las Sonatas de Scarlatti. Y confiesa lo fascinante que resulta que un compositor sea capaz de sumergirnos en el misterio, en la melancolía a veces, en el encanto que nos transporta a esas placitas pequeñas del barrio de Santa Cruz. 

Confiesa el pianista que de Beethoven y Mozart siempre vuelve a Scarlatti como impulsado por una necesidad de artista. En un momento de la grabación,  Zacharías se pregunta de dónde le viene su amor por Scarlatti y se contesta que en algún lugar de su infancia se encontró con las sonatas del italiano y ya no pudo deshacer el embrujo que su música operó sobre él.

El documental, de una hora de duración, es una auténtica delicia. Y nos pone por delante a uno de los grandes de la composición musical, de la mano de uno de los grandes pianistas del momento… y en el fondo, majestuosa, Sevilla como inspiradora de ambos.


Pedro Sánchez Núñez,
C. de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría.