domingo, 30 de noviembre de 2014

Visita del otoño. Fernando Ortiz


Fino, transparente, haciendo traslúcido el aire, límpido el cielo, ha llegado el Otoño a la ciudad. Se fue el pegajoso y húmedo setiembre y ha entrado el Otoño, como un caballero distante, desconocido, amable, reservado, algo frío a veces, aunque otras sabe atemperar sus maneras con una calidez agradable que, de cualquier modo, no excede las más estrictas formas. Si a primera hora de la mañana su saludo puede ser gélido, no nos lo tomemos a mal. Es su manera de ser. Luego, a lo largo del día, después del debido trato, nos daremos cuenta de que su temperatura parece hecha a nuestra medida. Áureo y suave caballero del sur, caballero que viene a decirnos que paseemos con tranquilo gozo en las horas soleadas y que, a la noche, nos sentemos con un libro en nuestra butaca favorita. Debe tener la barba plateada, el cabello entrecano y la voz susurradora, un poco ronca, como el quejido de las  hojas mecidas por el viento. Debe tener buena y delgada figura y mediana edad y ser algo mago, capaz de hacernos ver luces diferentes a cada hora del día.

Siempre deseé recordar las conversaciones que tuve con él cuando niño, cuando era capaz de oír aquello que me decía el viento y el golpeteo de la lluvia en los cristales y de bien interpretar esos decires. Y como sé que todo aquello que deseamos con fuerza termina cumpliéndose mientras dura la vida, he esperado durante años con anhelo su visita. La otra noche, ya en la cama arrebujado en una manta ligera, me quedé dormido leyendo. Leía un libro del Canciller don Pero López de Ayala, y con él entraba y salía por los Reales Alcázares de Sevilla cuando allí vivía don Pedro el Cruel, que otros llaman el Justiciero. Y a esa hora sería cuando recibí la visita del Otoño.

Supe desde el primer momento que era él quien llamaba cortés y levemente con los nudillos a la puerta, y por eso no experimenté sorpresa alguna, sólo curiosidad. ¿Permanecería aún encendida la lámpara de la mesilla de noche? Es raro que no recuerde ese detalle. Sí me acuerdo que dije, no sé si desde el sueño o desde la vigilia. –Adelante. Puedes pasar.

Abrió la puerta del dormitorio y se silueteó en ella su figura. Al tiempo, una lenta pesadumbre invadía la habitación, como si gimiera el genio de la tierra, recostado allá en su lecho de montañas. Y junto con esa pesadumbre entró también un hálito de viento fresco, de esos que restauran fuerzas y dan vida. Era, en efecto, un caballero delgado, recio y de mediana edad, y su vestimenta sería difícil de describir a causa de sus fluctuantes reflejos. No resultaba alto aunque sí bien proporcionado. Y cuando habló, su voz, sosegada, profunda y ronca, parecía llevar consigo el estertor y la soledad del mundo. Sin embargo, al hablar sonrió con una sonrisa grata y grave.

–Bien. Aquí estoy. Lamento que este reencuentro, después de tantos años, no pueda durar mucho. Pero yo soy un solitario, al que únicamente a los niños a veces les es dado ver. Me gusta la soledad y sólo en ella siento, si no disfrute, al menos calma. Mi reino es el reino de los bosques y en ellos yerro al azar desde el principio de los siglos. Allí mis pies hollan una alfombra de hojas, y allí estoy lejos de las ruidosas y parlanchinas ciudades. ¿No te has dado cuenta que mi paso por las ciudades es más ligero que por las campiñas? He dejado abajo mi perro, mi única compañía. Mi perro se llama “Postrero” y aparece o desaparece. Su pelaje está siempre húmedo, como mi barba. Cuando corre toma la forma de una rápida neblina, y al extenderse a mis pies la de un oscuro crepúsculo. A media mañana es dorado, y se refleja con el sol. Aúlla como la tempestad cuando no me encuentro cerca de él. Necesita mi mano que lo acaricia y yo necesito de su fidelidad y de su nobleza. ¿Recuerdas ahora cuando me viste de niño, en una tarde ventosa? Iba yo con mi perro y nadie había en los jardines de los Reales Alcázares de Sevilla. Entonces apareciste tú acompañado de tu niñera. Yo paseaba por entre el arbolado. La niñera nunca me vio, pero tú sí, y te acercaste. Quisiste jugar con mi perro y él jugueteó unos minutos contigo. Luego, confiado, me dijiste: “Yo, de mayor, quiero ser escritor”. Tenías un flequillo rebelde, pecas en la nariz y sonreíste hasta las orejas al contarme tu secreto.

–“Bueno. Entonces me parece que en cierto modo somos amigos, y que nos veremos otra vez”. Ésa vez ya ha llegado, porque intentaste escribir lo mejor que supiste y has terminado ya el Otoño de tu vida. Adiós. No me gusta hablar demasiado. Mi perro me espera. A los dos nos esperan ya en la mansión del viento. Queda lejos y allí debemos de estar antes del brumoso enero.
Y por última vez, como despedida, volví a ver su grata y grave sonrisa.

Fernando Ortiz

viernes, 14 de noviembre de 2014

Esta larga jornada urbana. Arturo Pérez Reverte



Esta larga jornada urbana, cuyas imágenes acabo de pasar página a pagina, confirma una vieja sospecha. Pese a la modernidad, al tren, al aeropuerto, a los comercios de vanguardia, a todo lo que ustedes quieran, Sevilla sigue siendo, esencialmente, la ciudad antigua, al estilo de las viejas ciudades renacentistas italianas: vuelta hacia dentro, o mas bien vertida en sí misma, nutriéndose a diario de su carácter, de su paisaje íntimo e irrepetible. Endógama y generosa egoísta, valga la expresión, por suerte para sí misma y para quienes la aman tal y como es. Impenetrable para quienes no logran cruzar los infinitos arcos de control, fronteras, aduanas, requisitos no establecidos en ninguna parte, pero siempre en vigor, que esta ciudad opone al extraño.

En realidad, Sevilla es la ciudad mas equívocamente abierta del mundo, y salvo que haya con las visitas confianza de toda la vida, éstas nunca pasan mas allá del saloncito de recibir. Que es espléndido, por otra parte. Y acogedor. Pero ahí se quedan. Las visitas, como se las ha llamado de toda la vida. Consoladas, eso sí, por la compasiva simpatía de una ciudad donde la caridad con los desgraciados es, desde hace siglos, más regla social que virtud cristiana. A fin de cuentas, como el sevillano procura dejar claro de vez en cuando con tacto y misericordia, pisar Sevilla sin haber nacido en ella es una desgracia como otra cualquiera.

No podía ser de otra forma, y basta un vistazo a estas imágenes para comprobarlo. Cuando uno se fija bien, confirma que durante sus espléndidas 24 horas, esta ciudad no tiene otro paisaje que ella misma. Igual de día que de noche, el sevillano, por mucho que deambule de un lugar a otro, que se asome a cualquier punto de la geografía urbana, sólo ve Sevilla. La ve hasta en los chinos que venden claveles de plástico, en los mendigos durmiendo bajo el pórtico de la Maestranza, en los japoneses que caminan bajo el sol, a punto de caramelo para caer deshidratados a los pocos pasos. Si lo exterior no tiene que ver con Sevilla, apaga y vámonos. No existe. Y como mucho, cuando en mitad de esa introspección continua al sevillano se le ocurre alzar los ojos, lo que ve son espadañas de conventos y la Giralda. Tela. No hay horizonte, ni otros caminos que los convergentes. El atasco de la bajada del Aljarafe interesa y se comenta porque es gente que viene a Sevilla. El aeropuerto, Santa Justa, las estaciones de autobuses, no comunican Sevilla con el resto de España, sino que son los lugares por los que el resto de España, y el mundo en general, tiene la suerte de poder asomarse a Sevilla. A ver por qué se creen ustedes que han metido esas fotos del AVE y el aeropuerto y los autobuses en este libro. A ver.

En cuanto a la modernidad, Sevilla cambia, por supuesto. Las fotos que acabamos de ver muestran múltiples aspectos de una ciudad ajena al lugar común y a lo de siempre. O mas bien añadida, o complementaria, o paralela, debíamos decir, sin que por eso desaparezca lo otro. Faltaría mas. Mientras las fichas de dominó siguen golpeando en la mesa con chasquidos idénticos a los de hace cien años o el imaginero talla su imagen con la paciencia y el arte de toda la vida, los cambios se producen bajo la piel, porque el mundo continúa su camino. Tarde o temprano las cosas afloran a la superficie. Cambian. La señora que acude cada mañana a la plaza lleva ahora un teléfono móvil en el bolso, en el aula de la Universidad, en la biblioteca y en el museo hay chicos que sueñan con cambiar su ciudad y el mundo, las librerías renuevan sus estantes, el cibercafé extiende sus redes invisibles por el universo, y las peripatéticas de la Alameda llevan, posiblemente, implantes de silicona en el lugar adecuado. Por los puentes entre pasado, presente y futuro, Sevilla circula como todo el mundo. Con normalidad, claro. Faltaría mas. Cada cosa es cada cosa. Pero a su ritmo. Tampoco se engañen ustedes. La grúa que se ve en la foto de la Giralda no está allí para cambiar el panorama, sino para que este siga siendo el mismo. En Sevilla, cada cosa también es cada cosa. Pero ojo. En Sevilla.

Por tenerlo todo dentro, como dice mi compadre Juan Eslava Galán, Sevilla tiene hasta sus propios contrarios, en esa dualidad que tanto impresiona cuando uno reflexiona sobre ella. Dos ciudades, una a cada lado del río. Dos vírgenes. Dos cristos. Dos equipos de fútbol. Hasta para las confrontaciones, como ven, la ciudad se basta y se sobra sola. Ella y su circunstancia, o sea, ella y ella. Mejor con mayúscula: Ella. Y es curioso que buena parte de las conversaciones que el oído atento sorprende por la calle, en el bar, en la cafetería, giren en torno a esa confrontación interna: la Semana Santa, la misa en tal o cual iglesia, la cuestión de este o aquel barrio, el fútbol. Sobre todo éste ultimo: Betis y Sevilla. Y eso de las confrontaciones no es en absoluto anecdótico. Para muchos sevillanos constituye el motor imprescindible que logra la cuadratura local del círculo. Un motor para seguir estando inmóvil. Que agota el debate en sí mismo. En familia. Entre su propia gente. En el discurso interno autosuficiente que caracteriza la vida en la cuidad, cualquier prestigio, cualquier confirmación, cualquier certificado de existencia, se apoya en la pertenencia a algo enfrentado a otro algo: cofradía, hermandad, equipo. Etcétera. Si uno cumple con Sevilla sosteniendo la parte de la ciudad que le toca en el reparto de la vida que le correspondió al nacer (aquí todo esta predeterminado, o casi, desde que se nace sevillano), uno salva su alma. Su esencia. Luego de discutir con el opuesto de uno mismo, entre iguales, el sevillano puede mostrarse ignorante e insolidario con el resto del planeta, que no pasa nada. A fin de cuentas, en palabras de aquel torero famoso, es Sevilla la que está donde tiene que estar. Lo demás pilla muy lejos.

Autosuficiente, ojo, hasta en la manera de ganarse la vida. Que es, más que un arte, una ciencia sevillana. No se dejen engañar por eso del turismo. Ni hablar. Los guiris son el plus. Sevilla vive de sí misma. Cuando recorres sus calles y te sientas en una terraza a observar la fauna y la flora, siempre llegas con Antonio Burgos a la conclusión de que en esta ciudad muchísima gente vive de cosas de las que seria imposible vivir en otra parte. Y así, uno se pregunta a veces, muy en serio, de qué diablos viven los sevillanos. Que alguien me lo explique, si puede. Oficios que en otras ciudades no darían ni para comprarse el periódico, aquí son casi rentables. O sin el casi. Y respetados. Vendedores de lotería, limpiabotas, gorrillas, albañiles a los que nunca ves poner un ladrillo, quiosqueros, pequeños comerciantes, zapateros remendones, bordadoras, artesanos de oficios extinguidos en otras ciudades. En las fotos de este libro aparecen por aquí y por allá, como secundarios o protagonistas, unos cuantos de ellos. Nadie se busca la vida en una ciudad como un sevillano en la suya. Como esos tipos maduros, trajeados y con zapatos gastados, que entran en los bares, charlan dignamente con clientes a los que parecen conocer de toda la vida, y les venden desde un mechero a un cigarro habano antes de ir al bar de al lado con la calderilla sonándole en el bolsillo. Gente así. El sevillano cuida esas especies rara amenazadas de extinción con especial ternura, de forma casi inconsciente, porque son suyas. Porque intuye que sin todo eso, también la ciudad dejaria de existir. Sevilla constituye la variopinta reserva ecológica de sí misma.

Y en fin. Observando las fotografías que acabamos de ver me preguntaba qué llegaría a ser esta bellísima ciudad si pensara más en sus propios museos y bibliotecas y dejara de narcisear satisfecha, ensimismada en su barroco reflejo. Si se volviera abierta al mundo, lúcida e inteligente, con la cultura como estandarte. Me refiero a la cultura con mayúscula, naturalmente. La de verdad. La que va mas allá de los límites y los barrios y las fronteras, las espadañas y sus correspondientes retablos, la Giralda, la tapa en el bar Tal o Cual, las cofradías de Semana Santa, el carnet de este o aquel equipo de fútbol. Pero esa sería otra Sevilla, claro. Y este sería otro libro.

'Sevilla, 24 horas', 5 de julio de 2004 (Premio Romero Murube de ABC, 2004)